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Aunque mala, la situación no es como en 2012

  • Los 'QE' permiten a las economías derrochadoras eludir los ajustes
  • Los problemas de deuda perduran tras miles de millones inyectados

Me refiero aquí a la situación del euro y las convulsiones que en diversas partes de la economía -no sólo la europea- están teniendo lugar, y que de forma diligente han detectado y anticipado los mercados financieros y de valores.

Desde antes del verano, analistas, operadores bursátiles o financieros, especialistas de commodities, prensa económica y economistas diversos han explicado las oscilaciones que mostraban los mercados incidiendo en dos factores: el pinchazo de la burbuja económica de China con el consiguiente ajuste en sus demandas, que afecta especialmente a los mercados de materias primas y productos básicos y sobre todo a Latinoamérica, África u otras economías orientales emergentes; y la bajada de precios de dichas mercancías básicas, con especial relación a los precios del petróleo, tanto por el propio desánimo en su demanda como por los impactos que, en el lado de la oferta, tienen el fracking en Estados Unidos o las decisiones de los principales países exportadores de Medio Oriente, incluidos conflictos y sucesos de todo tipo.

Sin despreciar tales factores, algunos llevamos tiempo advirtiendo de la verdadera clave en este complejo problema que, de facto, advertimos ahora como sacudidas y volatilidad en los mercados financieros, pero que antes fue en forma de crisis de deuda pública. A saber, que las políticas de los bancos centrales de medio mundo -por cierto, coordinadas en varias ocasiones- introduciendo liquidez a mansalva durante largo tiempo en las economías para, presuntamente, salvarlo todo (sistemas financieros y bancarios en muy diversos países; problemas de endeudamiento, sobre todo público pero también privado; caídas de los mercados bursátiles y de todo tipo de activos, incluida la deuda pública; o posibles quiebras de países -Grecia- y de sistemas financieros -euro-) no era ni es forma alguna de resolver una crisis, y menos aún una basada en un inmenso endeudamiento, por cierto, fomentado previamente también por políticas monetarias y de gasto muy laxas.

Las políticas monetarias expansivas no sólo no permiten resolver los auténticos problemas de fondo de economías acostumbradas a enormes despilfarros públicos, sino que favorecen a las autoridades para evitar acometer las reformas o tomar las medidas que precisan dichas economías, permitiendo eludir los obligados ajustes presupuestarios junto a sus costes políticos asociados y, mediante la intervención artificial de los tipos de interés por las autoridades, fomentan de forma continua la distorsión tanto de expectativas como de la toma de decisiones de todo tipo (consumo, ahorro, inversión, etc.).

En el caso de la zona euro, resulta ahora que ni las respectivas economías muestran grados suficientes de saneamiento, especialmente en el sector financiero y bancario de muy diversos países, ni tampoco presentan una flexibilidad o competitividad adecuadas y en similares condiciones para todos los países. De modo que las dudas e incertidumbres no se han despejado en todo este tiempo, desde que se inició la crisis en 2007, ni desde su peor situación en primavera de 2012.

La política monetaria acometida por los bancos centrales, de abundancia de liquidez extrema y durante casi ocho años, simplemente no ha tenido el resultado prometido de mejora de la actividad y el empleo. No digo que las auto- ridades no le hayan sacado partido, sobre todo en la deuda pública. Desde luego, calmó, y ahí sí fue eficaz, el pánico inicial así como el generado en la eurozona por las autoridades en 2012; pero eso fue concreto, momentáneo y no resolvió los problemas de fondo. Billones de dólares y de euros inyectados a lo largo de casi ocho años apenas han permitido tasas de crecimiento ridículas en proporción a los medios empleados, incluso en Estados Unidos, y en el mejor de los casos también tasas de desempleo cercanas a la media histórica reciente.

Los problemas financieros, de gasto, de endeudamiento, de morosidad y solvencia de algunos gobiernos de la UE, en diferentes niveles de las administraciones, perduran y, tras muchos miles de millones gastados en su reordenamiento, liquidez y solvencia, resulta que varias instituciones financieras europeas mantienen todavía problemas de morosidad, escasa rentabilidad, de capitalización, de insuficiente solvencia para poder atender sus obligaciones y hasta de carteras o balances con excesiva exposición a activos poco viables o solventes, que ahora no son tanto las hipotecas como instrumentos y activos financieros (de empresas o soberanos) de determinadas zonas que no pasan por buenos momentos, como Latinoamérica, sobre todo Brasil o Venezuela, pero también Rusia, Turquía o algún país asiático.

Nunca dos situaciones son exactamente iguales, y cierto es que, en buena parte, hoy se han saneado balances, aumentado la capitalización, reducido el endeudamiento privado, mejorado la solvencia, fortalecido las expectativas y minorado ciertos riesgos. Pero a los problemas económicos no acometidos ni solventados se juntan los políticos, interrelacionados, como son el resurgimiento de los populismos y extremismos; el avance del terrorismo (islamista o de cualquier tipo); la salida masiva de perseguidos de zonas en guerra que buscan como destino Europa o el intento de abandono británico de la UE, con sendos avisos de no secundarlo Escocia e Irlanda del Norte.

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