
Cuando los tribunales hacen apaños en lugar de buscar exclusivamente la equidad, la ley y la razón, las sentencias pueden acabar siendo un engendro. Y un engendro parece la doctrina del Tribunal Supremo sobre las cláusulas suelo, pues antes que entrar en el fondo de la cuestión se queda en la superficie y antes que impartir justicia con equidad protegiendo y defendiendo los intereses del público, se apresta a defender los balances bancarios. Todos quieren proteger tanto a la banca que hasta el Lince Ibérico se ha puesto celoso. El Tribunal Supremo no está para evitarle un roto a la banca, impidiendo la retroactividad de la devolución de las cláusulas suelo indebidas, sino para hacer honor a la Justicia. El Gobierno tampoco debe ser tan servil con la banca respaldando tal doctrina. Ya ha sido bastante con el rescate de las cajas y algunos bancos, que es como si rescatara a todos al evitarles los riesgos de sistema, teniendo en cuenta que el Gobierno no ha hecho nada similar por ningún otro sector económico, ni por las pymes ni por los autónomos, que se han dejado a su suerte. La cláusula suelo carga sobre el cliente todos los quebrantos que el riesgo de tipo de interés puede causar en una hipoteca, dejando a la entidad financiera a salvo de unos rendimientos excesivamente bajos para sus aspiraciones de beneficios. Así, impone al cliente un mínimo que incrementa el margen cuanto más baja el tipo, cargando sobre él ese exceso de beneficio que en otra situación no obtendría y privándole del alivio en el coste que en determinados momentos de la larga vida del contrato podría obtener. La libertad de contratación es una cosa, pero en la contratación bancaria, sobre todo con particulares, se da el frecuentísimo caso, y Éste es uno de ellos, de que ambas partes, banco y consumidor, no parten ni de la misma formación ni de la misma información como está reconocido por innumerables sentencias judiciales.
Ponerse a discernir si hubo o no falta de transparencia es negar la naturaleza misma de un contrato que de suyo es poco transparente, por su complejidad, y al que se añaden cláusulas que aún lo complican más. El banco conoce en el momento de la contratación la curva de tipos a corto y largo plazo, las consecuencias de la política monetaria, sus costes de financiación, sus márgenes y tiene los medios técnicos, económicos y conocimiento como para poder proyectar todas las consecuencias económicas de lo que está firmando. Por el contrario, el cliente seguramente ni sabe qué es una curva de tipos ni tendrá idea de cuál podrá ser su coste real durante toda la vida del contrato, ya que un cuadro de amortización y una TAE comunicada en el momento de partida no pueden reflejar todos los escenarios que la entidad sí ha contemplado. La verdadera transparencia implicaría que el banco pudiera transmitir y hacer llegar a su cliente todo ese conocimiento, pero el primer problema es si el cliente sería capaz de comprenderlo. Así las cosas, partimos de un contrato que no es transparente por mucha información que se suministre y lo único que se puede pedir, entonces, es que al menos sea leal y equitativo entre las partes. Por tanto, la verdadera cuestión a discernir no es si el cliente fue o no informado, cuantos papeles se le leyeron o si éstos contenían la información que tenían que contener, sino si es lícito que una de las partes quede protegida de todo riesgo siendo quien más capacidad tiene de soportarlo, mientras que la otra no sólo carga con el riesgo, sino que además garantiza un margen mínimo a la entidad que es mayor cuanto menor es el tipo de interés y mayor que el margen aparente de la operación, expresado por el diferencial frente al tipo de referencia. La competencia bancaria en hipotecas se dirime en los diferenciales sobre el Euribor. Todo el público sabe distinguir eso, pero el juego de trilero es atraer al cliente con un diferencial más o menos atractivo para luego que quede atrapado por una cláusula suelo.
Es cierto que los clientes no son menores de edad y que deben saber lo que firman, pero también es cierto que en esos contratos en masa, innegociables, con mil cláusulas y en los que ambas partes se juegan su patrimonio, el margen de actuación de la parte fuerte debe ser acotado impidiendo cualquier cláusula oscura o ajena a la equidad, porque si no toda la normativa de transparencia sobra, ya que no se trata de firmar papeles o de notarios recitando cláusulas, sino de conseguir una protección del cliente en las obligaciones contraídas, no en su expresión formal. En Europa nos lo están recordando, bendita Europa.