
Las actuales tarifas del agua no tienen en cuenta las características económicas del sector ni del recurso hídrico, y tampoco permiten recuperar los costes ni incentivan el ahorro de líquido elemento.
El agua no tiene precio en España. Desde una perspectiva jurídica, no pagamos el agua -bien público inalienable-, sino los servicios que nos permiten disponer de ella, apta para el consumo, y su posterior depuración y devolución a la naturaleza en condiciones aceptables. La ONU considera que el Derecho Humano al agua no se vulnera si destinamos menos de un 5% de la renta familiar a la factura del agua, y en España esa cantidad no llega al 0,9% de media: asciende a unos 2 euros por metro cúbico, sin impuestos.
A primera vista, podríamos darnos por satisfechos, pero la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC), acaba de señalar que los más de 6.250 millones de euros anuales que pagamos a los gestores del ciclo del agua no están bien recaudados, es decir, "el diseño de los precios no tiene en cuenta las características económicas ni del sector ni del recurso".
2.500 sistemas distintos
A falta de una metodología común para establecer las tarifas, en el país hay unos 2.500 modelos diferentes, lo que provoca, según el Regulador de los mercados, "una gran disparidad de estructuras de precios y grados de recuperación de costes, y no incentiva, en general, comportamientos deseables desde la óptica pública, como el ahorro de agua".
El problema comienza con el reparto de competencias entre los tres niveles de la Administración, el Gobierno central, las comunidades autónomas y los ayuntamientos. Entre el Estado y las autonomías está bastante claro quién hace qué, pero la distribución de responsabilidades varía sustancialmente entre las autonomías y los municipios, incluso dentro de una misma comunidad autónoma.
El Gobierno y las autonomías se encargan de la gestión del agua en el ámbito de las cuencas -embalses, regadíos, trasvases...-, por medio de las confederaciones hidrográficas. Se financian, por un lado, con los Presupuestos del Estado asignados al Ministerio para la Transición Ecológica y Reto Demográfico (Miteco), y, por otro, con cánones y tasas que se repercuten en las tarifas de los consumidores.
En el plano estatal se cargan a los consumidores el Canon de vertidos y el Canon de regulación y tarifa de utilización del agua; hay un tercer canon, el de utilización de los bienes del dominio público hidráulico, pero los concesionarios de aguas están exentos. En el plano autonómico hay más de 20 tributos de carácter ambiental, la mayoría de saneamiento, pero también de otro tipo, como el murciano de vertidos en aguas litorales.
De acuerdo con el informe anual sobre impuestos autonómicos del Colegio General de Economistas, las autonomías recaudan más de 1.300 millones al año con estos tributos sobre el recurso hídrico, con gran disparidad entre territorios: Cataluña se lleva la palma, con más de 500 millones, seguida por Valencia, con 272 millones, y por Andalucía, con 150 millones.
Esta amplitud fiscal influye en las diferencias en los precios finales, sin IVA, entre territorios: los hogares de Melilla pagan un euro por metro cúbico, mientras que los de Murcia pagan 2,6 euros; en el segmento industrial es aún más acusada: en Baleares el metro cúbico cuesta 6,3 euros, frente a 1,5 euros en La Rioja.
Además del impacto tributario hay otros elementos aún más relevantes, como la calidad y la disponibilidad del recurso -los costes de transporte son la mitad- o el volumen de demanda, por la posibilidad de aplicar economías de escala para repartir entre el máximo número posible de consumidores los elevados costes fijos de la actividad.
Y aquí resulta crucial el reparto competencial, puesto que los entes locales son los encargados de prestar los servicios de abastecimiento y saneamiento -los primeros representan el 60% de la factura final y los segundos el 40% restante-, quién debe prestarlos -el municipio directamente, una entidad pública, una empresa privada o una empresa mixta- y cómo deben sufragarla los consumidores.
El alcalde decide el precio
Los ayuntamientos deciden cuánto deben pagar los vecinos por el servicio del agua, con una tasa si lo presta él mismo o con una tarifa -técnicamente, una "prestación patrimonial de carácter público no tributario"- si lo presta cualquiera de las otras tres opciones. En el segundo caso, debe someter su decisión al visto bueno de una Comisión de Precios de carácter autonómico, pero ésta se limita a comprobar si el incremento solicitado -nunca se ha pedido una rebaja- está por debajo de la inflación, sin analizar si es o no procedente, porque no puede hacerlo, sólo es competente para aprobar o rechazar.
El Consistorio decide también qué estructura tendrá la factura de los vecinos. En teoría, debería garantizar que se recuperan todos los costes del servicio, como exige la normativa europea; que se tiene en cuenta la equidad, para que paguen menos los más pobres; que se fomente el ahorro; que se incentive la eficiencia de los operadores... Pero en la práctica no es así.
En cuanto a la recuperación de costes, la Comisión Europea señalaba el año pasado que el porcentaje oscila entre el 34% de la cuenca del Miño-Sil y del 86% en la de Guadalete y Barbate. Estos datos se refieren a todos los usos -agrícola, urbano e industrial-, y no hay estudios recientes exclusivamente para el ciclo urbano: la CNMC cita un informe del Miteco del año 2007 en el que la recuperación variaba del 57% en la antigua cuenca hidrográfica del Norte al 96% de la cuenca del Júcar; desde entonces, el precio urbano del agua ha subido un 50%, pero el Regulador es rotundo: "En ningún caso existe una recuperación íntegra de costes". Este déficit frena el mantenimiento y la reposición de las infraestructuras, deteriora la calidad de los servicios y seguramente provoca mayores desembolsos en el futuro, como denuncian insistentemente las patronales del sector, AEAS y AGA.
Obviamente, es un problema que sólo se solventa pagando más. En cuanto a los demás, se pueden solucionar con una buena estructura de la tarifa, aunque no todos los municipios, ni los hogares, tienen recursos para ello; baste señalar que hay 25,2 millones de viviendas, pero sólo 21 millones de contadores.
Tarifas progresivas
La tarifa del agua ideal, según la CNMC, es la que tiene dos bloques (binomia), uno para la cuota fija del servicio, y otro en función de la demanda; éste, a su vez, debe ser progresivo, de forma que cuanto más se consuma, más se pague; además, ha de incluir bonificaciones para los consumidores vulnerables y otros criterios, como la escasez para los períodos de sequía, amén de excluir el pago de cualquier otro tipo de servicio municipal, tal que la recogida de basuras.
Muy pocas son las estructuras tarifarias que reúnen todas esos requisitos. Todavía hay tarifas monomias, que solo tienen cuotas variables -el 32% de las de depuración-, las cuales impiden recuperar unos costes fijos que superan el 70% del total. Además, no basta con que sea binomia; tiene que haber una buena relación entre la parte fija y la variable, porque si la primera es muy alta, la progresividad disminuye y el precio medio apenas aumentará con el consumo; en este sentido resulta modélica la tarifa de Barcelona, con cinco tramos de precios para diferentes niveles de consumos y saltos económicos importantes entre ellos.
Aunque hay bastantes mecanismos de ayuda social -por nivel de renta, para pensionistas, para familias numerosas- son muy pocas las tarifas que incluyen criterios de escasez. En Madrid, por ejemplo, se paga más entre los meses de junio y septiembre; con otra fórmula, en Zaragoza se otorga un descuento del 10% de la parte variable si el consumo disminuye, al menos, un 10% con relación a los dos años anteriores.
Urge una metodología común
En la casuística tarifaria del país también tienen cabida otros detalles, como la ubicación geográfica de los abonados -diferencian entre cascos urbanos y poblaciones diseminadas-, los tipos de consumidores -doméstico, comercial, industrial, administraciones públicas...- o las clases de vivienda, atendiendo a que sean apartamentos, bloques de pisos o chalets y casas unifamiliares.
No incluyen, en cambio, indicadores de calidad del servicio que permitirían una competencia comparativa entre operadores, como la presión del suministro, el número de interrupciones, las reclamaciones de los clientes, el grado de renovación de las infraestructuras... Este sistema, denominado sunshine regulation, se aplica en otros países, como Reino Unido; ha mejorado la eficiencia de la industria y ha propiciado una reducción de precios del 30%, según la OCDE.
Al final, en el origen de tanta disparidad con efectos perjudiciales, está la ausencia de una metodología común para repartir los costes del agua entre todos los usos y consumidores, desde que se capta en la naturaleza hasta que se devuelve a ella. No se trata de que los precios de los servicios sean iguales para todos -sería ineficiente porque los costes no son iguales-, sino de que haya homogeneidad en los criterios a seguir a la hora de diseñar las tarifas y los tributos.
Para eso hacen falta directrices comunes sobre la estructura, composición y revisión de los precios -no sobre los niveles de la tarifa- que orienten a las administraciones competentes. La CNMC emplaza al Miteco a aprovechar el actual proceso de elaboración del Libro verde de la gobernanza en el agua para ponerse manos a la obra.