
La supervivencia de Theresa May tras el motín perpetrado por el ala dura euroescéptica de su propio partido constituye la más trágica metáfora del ocaso de una primera ministra que ha hecho de la compra de tiempo estrategia política. Desde su ascenso al Número 10 en julio de 2016, cada gran crisis había sido gestionada con el arte la de demora, desde su testaruda negativa durante meses a aclarar el significado de su mantra 'Brexit significa Brexit', hasta el giro de guion introducido el lunes, tras el suspense casi hitchckoniano de la votación del acuerdo de salida sellado con la CE. Ahora, ya en Bruselas, intentará lograr garantías "legales y políticas" en el acuerdo del Brexit, pero asume que no las tendrá de "inmediato".
El problema es que ningún mandatario puede entregarse a una huida hacia delante como táctica de referencia sin que sus compañeros de filas intervengan. Puestas en perspectiva de lo que está en juego, la ruptura con el socio comercial de referencia, las disputas de los conservadores semejarían una mera anécdota, si no fuera porque su tradicional fractura en materia de Europa aumenta peligrosamente las posibilidades de un divorcio no pactado.
Si May decidió suspender la crucial votación del martes es porque era consciente de que la humillación del retraso no sería tan degradante como la derrota que afrontaba, que podría haber provocado no solo su desalojo de Downing Street, sino la caída misma del Gobierno. La desdicha de la premier es que, haga lo que haga, pierde, puesto que la división interna la convierte en rehén de los reinos de taifas en los que ha derivado el posicionamiento estratégico de la derecha británica con el Brexit. Y en un contexto en que la salida monopoliza la agenda política, esta brecha tiene el potencial de desencadenar una crisis constitucional.
Si bien May es responsable del error de cálculo de haber intentado contentar a todas las facciones, dejando como resultado a todas insatisfechas, el trauma que Bruselas genera en el imaginario colectivo conservador se ha encargado del resto. Como consecuencia, la misión de la primera ministra estaba condenada desde el principio.
Durante meses había evitado concretar cómo planeaba materializar su plan de salida y cuando no le quedó más remedio que ponerlo negro sobre blanco, los conflictos que ya se cocían, dada la imposibilidad de compatibilizar las diversas aspiraciones que cohabitan en su partido, desencadenaron una sangría que ha dejado a su gabinete en situación terminal y su liderazgo con los días contados.
Como prueba, su principal oferta para ganarse ayer el apoyo de sus, en el mejor de los casos, desencantados diputados no se basó en una propuesta ilusionante, que permitiese recobrar la confianza en quien tienen al frente. El factor fundamental que le permitió, de momento al menos, permanecer en Downing Street fue, paradójicamente, la fecha de caducidad que puso a su mandato: aunque no dio plazos concretos, garantizó que, dado el malestar y la reticencia que genera como candidata, no aspirará a la reelección, a pesar de ser lo que su "corazón" más desea.
Tocada y casi hundida, May afronta hoy otra prueba de fuego en Bruselas, donde la paciencia se agota ante los reiterados espectáculos desplegados por la clase política británica. Ayer durante su intervención previa a la votación, confirmó que aspira a recabar una "garantía legal" vinculante sobre la salvaguarda norirlandesa contenida en el Acuerdo de Retirada. La UE ha advertido de que el documento no se toca, por lo que resulta difícil vislumbrar qué puede cambiar para revertir la profunda animadversión que el plan genera en el Parlamento.
De 317 diputados, 117 votaron en su contra, un número que sorprendió en Downing Street, donde calculaban a unos 80 críticos. El asombro confirma la desconexión entre el Número 10 y el sentimiento real de los parlamentarios conservadores, que va desde la eurofobia acérrima del medio centenar de miembros del Grupo Europeo de Reforma, que rechazarán cualquier entendimiento con la UE, a los que demandan una salida blanda e, incluso, quienes están dispuestos a presionar por un segundo referéndum.