
El hombre que tiene el destino de Alemania en sus manos se parece mucho más a su predecesora, Angela Merkel, que a su adversario, Armin Laschet, y nada tiene que ver con el halcón de los halcones, Wolfgang Schäuble a quien sucedió como ministro de Finanzas del gobierno. Olaf Scholz (1958, Osnabrück), hijo de trabajadores de la industria textil, abogado laboralista… es un hombre de partido, al que el partido le dio la espalda. En 2019, las bases rechazaron su candidatura a presidir el SPD, en favor del ala más izquierdista liderada por Saskia Esken y Norbert Walter-Borjans. Y sin embargo, dos años después, el hombre al que inspiraron los históricos Willy Brandt o Helmut Schmidt para entrar en política, aspira ahora a la cancillería alemana.
El líder del partido socialdemócrata alemán es un hombre tranquilo, reposado. Mucho menos confrontacional, más diplomático. Menos dogmático y más conciliador. Más accesible y menos rudo. Es un hombre de principios abierto al diálogo, pero también con las ideas claras y voluntad de hacer lo posible para que estas se traduzcan en propuestas concretas. Scholz está más interesado en construir consensos que en presionar. Acepta el liderazgo pero sin imponerse. Y ha sido así como le ha dado un giro de 180 grados a su ministerio. Como Merkel, Scholz es un gestor, sin un gran carisma, gris, aburrido, pero por encima de todo, eficaz.
Se entiende bien con el resto de ministros de Finanzas. Su relación es, de lejos, mucho más estrecha también con su homólogo francés, Bruno Le Maire, con quien a menudo daba ruedas de prensa conjuntas tras las reuniones del Eurogrupo o el Ecofin, escenificando no ya la estrecha colaboración del eje franco-alemán, sino su propia sintonía política con Le Maire.
Si de algo podría ser garantía Scholz es precisamente de la continuidad de la colaboración entre París y Berlín, que Merkel reavivó, y que se ha visto reforzada con la llegada al Eliseo de Emmanuel Macron, con una agenda marcadamente europeísta. Pero eso sí, todo dependerá de que el actual presidente francés pueda mantener el puesto en unas elecciones francesas esta primavera que se antojan también ajustadas.
En la coalición con la CSU bávara y la CDU de Merkel, Scholz ha hecho de contrapeso al conservadurismo democristiano, presionando en defensa de su idea de una socialdemocracia que asegure un estado garante, aunque defensor también del control del gasto. También ha mostrado una visión mucho más integradora de la Unión Económica y Monetaria, llegando a apoyar Alemania bajo su batuta, aunque con matices, los avances en la Unión Bancaria, la introducción de un resaseguro de empleo europeo -que tanto ansía España- o incluso la flexibilidad en las normas fiscales.
En plena pandemia, Scholz descolgaba a menudo el teléfono y organizaba encuentros informales con la prensa para explicar la política alemana, con la promesa de que esta vez la austeridad no era una opción. Repitiendo sin cesar que Europa había aprendido la lección, no dejaría caer su economía, y la inversión pública sería clave para lograrlo. Sin el papel fundamental que el socialdemócrata ha jugado, no se entiende, por ejemplo, la puesta en marcha de un fondo de recuperación, cuya fuente de financiación es la emisión masiva conjunta de deuda. Algo a lo que Berlín se había opuesto por activa y por pasiva con convicción, hasta que no quedó más remedio que hacerlo.
Por eso, resulta extraño imaginar un escenario en el que Scholz esté dispuesto a ceder el testigo de su ministerio a un halcón en potencia como es el liberal Christian Lindner, que se ha mostrado abiertamente a favor endurecer las sanciones contra los países que se salten los límites de deuda y déficit que imponen las reglas presupuestarias europeas, en contra de compartir riesgos y mucho menos de avanzar en la integración económica.
Inevitablemente, los liberales impondrán en mayor o menor medida sus líneas rojas. Seguramente, Alemania no deje de ejercer su labor de peso en el mantenimiento de la disciplina fiscal. Pero si Scholz ha sido capaz de influenciar en mayor o menor medida las políticas económicas alemanas ha sido precisamente gracias al peso de su ministerio. Cedérselo a ciegas a Linder sería una renuncia en toda regla a su agenda. Scholz, eso sí, juega con una ventaja. Los liberales son la tercera fuerza y su sintonía con la líder de los Verdes, Annalena Baerbock, es de lejos, mucho mejor que la que Baerbock tiene con Laschet.
En cualqueir caso, en las próximas semanas, cuando Scholz se siente a la mesa de negociaciones, Baerbock y Lindner, tendrá que que ser pragmático. Tocará hacer cálculos, poner políticas y objetivos en la balanza. Calibrar intereses. Buscar un plan en el que encaje su visión de una socialdemocracia asentada, de un estado protector; con la necesidad de avanzar en políticas verdes que hagan la economía alemana más sostenible; y todo, promoviendo la competencia y manteniendo las cuentas en orden.
Cuando Scholz se siente a le mesa de negociaciones tendrá que tirar de diálogo, buscar puntos comunes, gestionar expectativas y aspiraciones, quizá incluso recortar en ambición a cambio de lograr continuidad, estabilidad, consenso. Como hacía Merkel.