Este inesperado, prolongado e incierto período de nuestras vidas, continúa desde la primera quincena de marzo.
Vivimos hoy, mediado septiembre, una nueva etapa más llevadera que en sus comienzos, quizás porque conocemos mejor sus efectos y nuestras vidas, sin hallarse normalizadas, se asemejan a nuestra etapa anterior. El enclaustramiento soportado nos ha dejado secuelas, debilitamiento psicológico, similar al que padecen los reclusos; desaparición trágica de seres queridos o gentes cercanas, empobrecimiento trágico de muchas economías, tanto familiares como empresariales y otras secuelas difícilmente soportables.
Hoy, a pesar de grandes sacrificios personales, angustias nocturnas y control individual, se nos dice que España es el país europeo con más incidencias y que éstas no decrecen. Muchos de nosotros nos preguntamos la causa de este fatídico listado. La respuesta a nuestra pregunta también se la hace la prensa extrajera y según las últimas lecturas, las causas principales son el "botellón, el desconfinamiento sin estar preparados para averiguar los focos contagiosos y el desorden administrativo". Estas causas son ciertas, pero también existen otras que solamente las conocemos nosotros, cierta indisciplina natural que todos llevamos en nuestro interior, el amor al riesgo, cierta inconsciencia unida a un fatalismo determinista. La improvisación en la toma de decisiones por parte de autoridades sanitarias y administrativas. Cierto complejo de inferioridad que nos impide utilizar métodos foráneos ya que los nuestros son mejores y ello alarga las soluciones y también un providencialismo fatalista derivado de siglos de un catolicismo conservador.
La creencia, derivada de una propaganda persistente durante decenios, que nuestro país posee inmejorables instituciones asistenciales nos ha llevado a bajar la guardia y confiar en la eficacia, agilidad y perfección de nuestro sector público. Recordemos cuando, en plena burbuja inmobiliaria, nuestro presidente Zapatero nos informó que habíamos superado en riqueza a Italia y pronto sobrepasaríamos a Alemania. Ahora sabemos que este cálculo se basaba en el valor inflado artificialmente de nuestros inmuebles. Pero estas afirmaciones, que nos llenan de orgullo patrio, paralizan nuestras energías destinadas a mejorar nuestro entorno. Nuestro sistema es tan seguro y fiable que nos tranquiliza y nos conduce hacia la inacción.
Nuestro panorama hoy y aquí es menos trágico- hay menos fallecimientos- pero igual o más incierto. Los contagios siguen y todos hemos experimentado la deficiente eficacia de nuestras autoridades sanitarias para controlar o detectar contagios y cuarentenas, cuyo mecanismo de control se basa en la buena voluntad y civismo del contagiado. En cuanto a los colegios, si la eficacia de los métodos actuales no mejora, les damos quince días de apertura.
Con referencia a nuestra economía, todo lo que percibimos son síntomas de una grave enfermedad, pero como la improvisación es ley, cuando lleguen las quiebras a los juzgados y los cierres salvajes, se tomarán medidas, porque hoy las urgencias son otras y mañana será otro día.
El turismo representa cerca del veinte por ciento de nuestro PIB y en muchas Comunidades el porcentaje es superior a la mitad del suyo. Como todos hemos comprobado, los turistas que encontramos circulando por nuestras calles y carreteras son la excepción. Casi todos los hoteles de España se encuentran cerrados y los restaurantes y bares ya sabemos en que estado se encuentran. El negocio de la noche, cerrado. Todo este dinero que corría desde Europa hacia nuestro país no llega ni llegará. Los ciudadanos que han regresado a sus viviendas habituales han podido comprobar el cierre de muchos comercios y establecimientos de todo tipo. Ya no abrirán sus puertas nunca más.
La industria del automóvil, tan importante para nuestro país, en gran parte destinada a la exportación con la consiguiente fuente de ingresos provenientes de otros países, depende íntegramente de los directivos de las marcas que se encuentran fuera de España.
Turismo y automóvil, sectores básicos para nuestra economía, son ajenos a nuestra voluntad. Nuestra industria autóctona no cubre nuestras mínimas necesidades.
Por último, quisiera comentar el espectáculo tragicómico que nos proporcionan a diario nuestros políticos, sin excepción. Como conforman un clan, según indicaba despectivamente en sus primeros y esperanzadores discursos Pablo Iglesias -con los años se ha convertido en uno de los líderes de este clan- los políticos viven en su mundo, con sus reglas, sus luchas, sus intereses... diferentes a los del resto de mortales. La clase política, desde su nirvana, quizás contempla distraídamente a la sociedad en la que se halla inmersa y dice dirigir, pero no se inquieta por sus padecimientos, por sus inquietudes, en cierto modo le estorba en sus pretensiones.
Esta clase política que piensa que da lo mismo lo que le acontezca al ciudadano porque cada cuatro años, un grupo de su clase, mandará y si mejora o empeora la sociedad es del todo irrelevante. Lo que les preocupa solamente es qué grupo de ellos será el que alcance el poder.
Nuestro futuro inmediato es poco halagüeño. La lección que todos podemos extraer de esta etapa es que debemos procurar por nosotros mismos, intentar, dentro de nuestras posibilidades, en ser autárquicos.