Carrozas, coronas y música disimulan en los actos celebrados desde la muerte de Isabel II en la Gran Bretaña que los reyes, herederos o príncipes son en verdad personas de carne y hueso que pecan a diario bajo sus títulos, sus uniformes, su luto, sus medallas y sus joyas. Dos mil invitados, 500 líderes mundiales, representantes de casas reales y millones de británicos en las calles despidieron este lunes a la soberana, cuya muerte marca el fin de una era y el inicio del incierto reinado de Carlos III. Los fastos del entierro han terminado y el nuevo rey sale a la arena ya, sin pompas, sin el ancla moral de su madre, que descansa ya en el castillo de Windsor.