
Cuando piensa en su afición a la lectura, le es irremediable aludir a su padre, que le obligaba a leer cuando no se portaba bien. Un 'castigo' que pronto se convirtió en un bonito entretenimiento. A pesar de que son muchas las obras que le han acompañado, las aventuras del pirata Sandokan ocupan su número uno.
Cuando pienso en cómo nació mi afición por la lectura, me acuerdo siempre de mi padre. Recuerdo que, si le pedías dinero para libros, siempre te lo daba, nunca te negaba el pecunio. También, que una de las formas que tenía de castigarme era hacerme leer un libro. Me dejaba sin salir con los amigos hasta que no terminara la lectura. Cuanto más grueso y aburrido pareciera el volumen, más eficaz resultaba el castigo. Libros densos y de tapa dura, similares a los de la escuela. Mi padre lo veía como un castigo productivo, o lo que es lo mismo, un sacrificio y a la vez una oportunidad, una herramienta educativa. Yo, sin embargo, pronto lo empecé a considerar un pasatiempo.
Como gran aficionado a la lectura, son muchos los libros –y de distintas temáticas– los que me han marcado y me han dejado huella a lo largo de mi vida. Especialmente, aquellos que trataban de historia ficción, es decir, ciencia ficción a partir de momentos históricos (Isaac Asimov o Mika Waltari). También novelas de descubrimientos arqueológicos, o de misterio y suspense (Agatha Christie), pero sobre todo las historias de aventuras en un contexto histórico o con base científica (Emilio Salgari y Julio Verne). Y cuando pienso en el verano, los libros que me vienen a la cabeza son los de mis años de adolescencia, los veranos que más disfruté.
En aquellos tiempos previos a alcanzar la mayoría de edad, mis vacaciones parecían interminables. Disfrutaba de casi tres meses en compañía de la familia y de los amigos en la ciudad que me vio nacer, Santander. Nos trasladábamos allí desde que terminaban las clases del instituto hasta el momento de regresar para empezar el siguiente curso. Eran épocas de descanso permanente, sin apenas preocupaciones, con mucho tiempo libre, y leer era una actividad de ocio más, tanto como salir con los amigos, o ir a la playa y a la piscina. Especialmente lo es en Cantabria, donde hay días en los que la meteorología te hace quedarte en casa, y la lectura es una buena forma de esperar a que vuelva a salir el sol.
Solíamos alojarnos en la casa de mi familia materna donde compartíamos piso con mi tía Peti y mi tío Luis. Mi tío tenía variadas colecciones de libros, algunas con más de 100 ejemplares. Novelas de historia ficción, científicas y de aventuras. Historias que te permitían viajar a occidente, al far west, o navegar por los mares de oriente en Asia o Indonesia, sin moverte del cuarto. Todo lo más lejano al mundo conocido. Cada año devoraba unos cuantos libros de su colección, que continuaba leyendo al verano siguiente. Eran obras fáciles y amenas de leer, de unas 200 páginas, y que te permitían hacer más planes.
¡Cuánto se añoran los viejos veranos en los que realmente disfrutabas! Las vacaciones de antes en las que tenías todo el tiempo del mundo para hacer cosas. Ahora la lectura casi que ocupa un espacio codiciado porque las vacaciones son cortas, intensas y cuesta siquiera encontrar un momento para detenerte en el placer de escuchar el sonido del papel al pasar las páginas. Aquellos antiguos veraneos me traen sensaciones de diversión, de evasión, de disfrutar de la vida con un punto nostálgico y de añoranza. Es por eso por lo que, si he de quedarme con una novela, elijo una que me devuelve todos esos buenos recuerdos de mi adolescencia, el primer número de una colección de 60 libros que mi tío Luis guardaba con celo en el piso de Santander: Sandokan, de Emilio Salgari.
Es por eso por lo que, si he de quedarme con una novela, elijo una que me devuelve todos esos buenos recuerdos de mi adolescencia, el primer número de una colección de 60 libros que mi tío Luis guardaba con celo en el piso de Santander: Sandokan, de Emilio Salgari.
Un héroe inolvidable, el famoso pirata de negrísima barba y melena indomable que luchaba contra los británicos en las remotas costas del sudeste asiático, allá a mitad del siglo XIX. El príncipe de Borneo, terror de los mares, el rebelde enamorado de Mariana, la Perla de Labuán. Tiempo después disfrutaríamos de sus aventuras en una famosísima serie televisiva de principios de los ochenta. ¿Quién de nuestra generación no recuerda la sintonía de Sandokan? Una versión vibrante la de Kabir Bedi, sin duda, pero que en mi recuerdo jamás podría compararse con la esencia salvaje y aventurera que emanaba de las páginas del ilustre Salgari. El Tigre de Malasia fue, sin duda, mi viejo compañero de batallas en aquellos largos veraneos santanderinos. La imaginación es siempre el arma más poderosa.