Centrémonos de una vez

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El número de mensajes que recibimos al día es apabullante. Según un estudio, unos diez mil. En forma de anuncios en la televisión, vallas publicitarias, marcas adheridas a los objetos, correos electrónicos, mensajes de texto, y un sinfín de tipos más.

Por desgracia para nosotros es muy probable que el cerebro humano esté preparado para captar las alteraciones del entorno por si pueden suponer algún peligro. Así que en muchas ocasiones no nos queda otro remedio que atender a las señales que luchan por entrar en nuestra conciencia.

En ese contexto ya de por sí complejo, el uso que frecuentemente hacemos de la tecnología no ayuda precisamente a que nos podamos concentrar. Constantemente los diversos dispositivos que tenemos a nuestro alrededor nos informan de mensajes entrantes, tareas pendientes o llamadas importantes. Y así es muy difícil concentrarse.

Comienzan a aparecer estudios y voces críticas contra la multitarea crónica, que es eso que, desafortunadamente, practicamos ya casi todos: estamos escribiendo un documento y de repente pasamos al cliente de correo, leemos el mensaje que ha aparecido, nos ponemos a contestarlo, cogemos el teléfono porque ha sonado un aviso que nos hace recordar que necesitamos una información, abrimos el navegador para buscarla, y así sucesivamente hasta que, cuando volvemos al documento que estábamos redactando, no recordamos ni por dónde íbamos.

Centrémonos de una vez: nuestra eficiencia lo agradecerá.

La multitarea no existe

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Hay veces que no estamos a lo que estamos. Porque, digan lo que digan, el ser humano no tiene la capacidad de realizar dos tareas al mismo tiempo, sea cual sea su género. Y casi siempre que lo intenta, una de las dos, o las dos, tienden a salir mal. Fundamentalmente porque se fuerza a la conciencia a reenfocarse continuamente cada vez que va y viene de lo que estamos haciendo.
 
Quizá por ello hay cada vez más noticias y alertas sobre el impacto negativo de las distracciones en la productividad, y sobre la necesidad de concentrarnos eficientemente en nuestras tareas.
 
Tal vez también debido a ello cada día hay más libros de mindfulness: porque prestar atención plena al momento presente dista mucho de ser una tarea sencilla, sobre todo últimamente, que tenemos tantas distracciones a mano. El mindfulness, entre otras cosas, es fundamentalmente una técnica en la que lo esencial es la práctica de volver a centrar una y otra vez la atención cuando se ha perdido, y así desarrollar la capacidad de focalización.
 
Obvio pero no sencillo: a mayor atención más productividad.

¿Estamos a lo que estamos?

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Resulta muy interesante cómo a veces utilizamos distracciones para realizar tareas en las que en realidad deberíamos concentrarnos. Por ejemplo, hay muchas personas que van al gimnasio aún sin gustarles la práctica deportiva porque sienten que lo necesitan, o que es bueno para su salud. En estos casos es necesaria una dosis extra de fuerza de voluntad para implicarse en los ejercicios, porque cuestan un esfuerzo que nuestro cuerpo no comprende bien debido a que sus beneficios son a largo plazo.

Lo interesante del caso es que en ocasiones estas personas utilizan un reproductor musical, o bien una pantalla de televisión, o simplemente la música de ambiente para distraerse, cuando una mayor focalización produciría seguramente mejores resultados. Y de ahí la pregunta: ¿por qué buscamos distraernos de las cosas que necesitamos hacer?

Este fenómeno se observa en muchas otras ocasiones: hablamos por el manos libres en el coche cuando en realidad deberíamos estar centrados en la carretera para evitar accidentes, consultamos nuestro smartphone cada vez que suena al tiempo que escribimos un informe que requeriría una mayor atención, escribimos emails mientras al otro lado del teléfono una persona nos cuenta algo importante, y así sucesivamente.

Estar a lo que tenemos que estar es más difícil de lo que parece.

El virus del aburrimiento

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Con el tiempo hemos ido creando un mundo en el cual huimos del aburrimiento como si fuera un virus. Nos duchamos con la radio encendida, desayunamos consultando la tablet, conducimos escuchando las noticias, trabajamos mientras seguimos en paralelo nuestra vida personal con el smartphone, y salimos a correr al ritmo de nuestra playlist favorita. Ni siquiera la televisión, que es en sí un artilugio destinado a generar entretenimiento, está a salvo de nuestra infidelidad respecto a otros dispositivos, que nos ayudan a superar los espacios de publicidad o los programas más aburridos.

No deja de ser sorprendente esta nueva necesidad del cerebro humano de estar constantemente estimulado. Parece que no podemos ceder al hastío ni un solo minuto de nuestras vidas. Incluso la más mínima cola en el hipermercado o la más breve detención del tráfico son buen momento para una mirada furtiva a nuestro smartphone.

Hace tiempo que sabemos que el ser humano muestra una extraordinaria motivación por aquellas actividades que controla o percibe que controla, y de ahí que, de todos los entretenimientos posibles, busquemos sobre todo el que es interactivo. Lo que es interesante plantearse es qué pasa con las tareas que no son divertidas pero son necesarias, o incluso imprescindibles.

La productividad no siempre es entretenida.

Este es el año en que todo va a cambiar

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Los propósitos de año nuevo son un objeto de investigación tan original como interesante. Por ejemplo, es ciertamente sugerente que, aunque rara vez se cumplen, año tras año volvamos a formularlos como si realmente fueran funcionales. Un estudio se centró precisamente en este tema, y lo que sus autores encontraron es que mientras que al cabo de una semana tres cuartas partes de las personas lograban lo que se habían propuesto, solamente una de cada cinco mantenía el éxito dos años después. Lo más sorprendente fue que más de la mitad de las personas que no habían logrado su propósito volvían a escoger exactamente el mismo objetivo dos años después.

Lo que sabemos sobre el cambio personal es que las cosas no evolucionan solo porque formulemos nuestros deseos. Sin embargo, cuando miramos, y admiramos, a esas personas que han logrado lo que se proponían, a menudo nos dejamos deslumbrar por el éxito en sí sin atender al esfuerzo que ha implicado. Como si realmente lo hubieran conseguido con solo imaginarlo.

Las cosas cambian cuando vemos un sentido profundo en lo que hacemos, cuando realmente nos creemos capaces de cambiar, cuando somos capaces de entregar sacrificios, a veces importantes, para lograr lo que nos proponemos. Cuando formulamos nuestros objetivos de manera realista y práctica, y cuando cada día contribuimos, aunque sea un poco, a acercarnos a nuestros objetivos. Cuando no nos rendimos ante el fracaso y cuando intentamos aprender de verdad de nuestros errores. Las personas que han logrado cosas increíbles no tienen una genética esencialmente diferente a la del resto del mundo. Simplemente se han entregado en cuerpo y alma a lo que soñaban. Y por eso lo han logrado.

Todo es posible si estamos dispuestos a todo.

Las fallidas tácticas “mepongo”

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Es ciertamente misterioso que nuestros planes de cambio personal fracasen tantas veces. Nos proponemos las cosas una y otra vez, y con demasiada frecuencia vemos como nuestros deseos de cambiar se estrellan contra el muro invisible que forma la terrible inercia de nuestro comportamiento habitual. Y aunque sabemos bastante sobre la forma en la que está hecho el cerebro como para ser precavidos, y comprendemos que el cambio no ocurrirá de modo fácil o automático, aun así a veces las cosas no funcionan.

En muchas ocasiones es, simple y llanamente, porque no sabemos cómo formular lo que queremos. Es el caso de las extendidas y fallidas tácticas “mepongo”. Por ejemplo, la consabida “mañana mismo-mepongo” y sus derivados: mañana mismo me pongo a redactar el informe, mañana mismo me pongo a hacer ejercicio, mañana mismo me pongo a estudiar inglés, etc. Estos propósitos no funcionan por el mero hecho de que son indeterminados. Y los hay peores, claro. Por ejemplo, “a-ver-si-mepongo” es claramente peor, porque el primero al menos señala un objetivo temporal, mientras que este último ni siquiera eso.

La investigación sobre el cambio personal señala claramente que para que un plan tenga éxito hay que especificar el cómo, el dónde y el cuándo de lo que uno quiere conseguir. Por ejemplo: “mañana, en cuanto encienda el ordenador en la oficina, lo primero que haré será abrir un documento para redactar el índice del informe”. O bien: “el sábado en casa, después de desayunar, llamaré a la academia de inglés para matricularme”. Esto es lo que se llama una intención de implementación, que es, simplemente, una llave en forma de plan concreto que nos permite abrir el camino hacia el cumplimiento de nuestros deseos.

Cómo, cuándo, y dónde: la llave de nuestros sueños.

El momento de la verdad

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Cualquier proceso de cambio personal conlleva un momento de la verdad. Un punto en nuestra biografía en el que lo que tenemos que hacer para lograr el cambio se materializa delante de nosotros en forma de reto. Si nos hemos propuesto hacer ejercicio físico llegará un día en que nos encontraremos delante del gimnasio y estaremos demasiado cansados para entrar. Si nuestro objetivo es aprender un idioma llegará un día en el que nos encontraremos el cuaderno de ejercicios ya de noche, tras un largo día de tensiones y prisas. Y si nuestro objetivo era mantener la relación con nuestras amistades llegará un día en que un amigo nos llame para contarnos sus penas en un momento en el que nosotros tenemos más de las que podemos manejar. Todos ellos son momentos de la verdad, retos que ponen a prueba nuestra determinación.

Y es precisamente en esas ocasiones en las que es más necesaria que nunca la conciencia plena del momento presente. Si realmente nuestros objetivos son valiosos, si comprendemos que la lucha por cambiar ha de ser constante y, sobre todo, si estamos a lo que estamos, en el momento de la verdad sabremos sacar fuerzas de flaqueza y contestar al teléfono, hacer al menos dos o tres ejercicios del idioma que estemos aprendiendo o entrar en el gimnasio y ponernos a correr en la cinta aunque sea quince minutos.

En el momento de la verdad no debemos dejar que se escapen nuestros sueños.

Lo que no nos mata nos hace más fuertes

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Hace algún tiempo se realizó un estudio para intentar mostrar hasta qué punto las dificultades de la vida podían contribuir a incrementar el desarrollo personal. Los investigadores intentaron determinar cómo evolucionaban distintos síntomas negativos, como el estrés, conforme aumentaba el número de acontecimientos adversos a lo largo de la vida. También midieron qué relación tenían estos con una medida genérica de satisfacción vital.

Lo que encontraron fue que, sorprendentemente, los síntomas negativos disminuían en lugar de aumentar conforme había más acontecimientos adversos, y que la satisfacción vital aumentaba en lugar de disminuir. Estas relaciones se daban hasta un punto en el que se comportaban justo al revés. En otras palabras, vivir algunos problemas en nuestra vida contribuye a tener menos síntomas negativos y más satisfacción vital, hasta que los problemas son tantos que nos desbordan y entonces la relación es la opuesta.

Clave vital imprescindible: cómo conseguir que los problemas nos fortalezcan.

Hipertrofia emocional

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Siempre hemos pensado que la resiliencia es una capacidad formidable que todos deberíamos aprender. Sin embargo es posible que no sea la única herramienta frente a las adversidades, ni quizá la mejor.

El entrenamiento en hipertrofia, que persigue el crecimiento muscular, está basado en el sencillo principio de que al someter al músculo a una carga excesiva el cuerpo reacciona haciendo que este crezca. La importante metáfora que esto nos deja es que un organismo puede fortalecerse como consecuencia de un daño.

Evidentemente en el crecimiento muscular esto ocurre de modo natural, aunque en la vida emocional el proceso es algo más complicado, pero sabemos que hay personas que salen fortalecidas de las épocas difíciles. El fenómeno se llama crecimiento postraumático, y aunque normalmente se suele considerar como sinónimo de la resiliencia, lo cierto es que son fenómenos diferentes, de hecho más bien opuestos. Porque la resiliencia tiene que ver fundamentalmente con que los acontecimientos adversos no nos afecten, mientras que el crecimiento postraumático está relacionado con sacar partido de una situación que nos ha afectado. En otras palabras: si un acontecimiento no nos impacta es muy difícil que podamos asimilarlo, analizarlo, sacar nuestras conclusiones y así hacernos más fuertes.

Fortalecerse tras las adversidades: hipertrofia emocional.

Superman y los niños de Hawaii

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Está claro que la invulnerabilidad es patrimonio de seres inexistentes aunque sugerentes como Superman. Pero no deja de ser curioso que, a pesar de ser resistente incluso a las balas, sus creadores no le dotaran de una mayor capacidad de aguantar los impactos de la vida. Y resulta mucho más interesante que todos los héroes de comic estén dotados de poderes extraordinarios, pero ninguno tiene el don de ser invulnerable a las dificultades personales. Es más, algunos de ellos son inestables emocionalmente, viven torturados por su pasado o son inhábiles socialmente. Debe ser porque la capacidad de aguantar los disparos de la vida es un misterio difícil de desentrañar.

Pero lo es menos desde que a mediados de los años cincuenta un fascinante estudio investigó a un grupo de niños de Hawaii considerados de alto riesgo debido a sus complicadas circunstancias perinatales y socioeconómicas. Contra todo pronóstico, aproximadamente un tercio de los sujetos de la muestra se desarrollaron como adultos felices a pesar de los variados infortunios que habían acontecido en su vida, mientras que el resto del grupo al crecer atravesó todo tipo de esperables dificultades, tales como problemas de lenguaje, de conducta o de salud mental.

A esa capacidad la llamaron resiliencia, y desde entonces sabemos que hay seres humanos que son más poderosos que Superman, porque presentan una increíble resistencia a las adversidades.

Y sabemos algo mucho más útil: que esa capacidad se puede aprender.