Hace algún tiempo que sabemos que los procesos que permiten al cerebro simular el futuro dependen de los mismos circuitos neurales implicados en la memoria episódica, que es la que registra nuestros recuerdos. Así que resulta que para el cerebro el pasado y el futuro están vinculados, tanto que el segundo se basa el primero.
Es posible que sea por eso que, aunque no nos demos cuenta, vivimos en la idea (completamente falsa) de que mañana tiene que ser igual que hoy. Nicholas Taleb cuenta un ejemplo magnífico que ilustra hasta qué punto eso tiene un riesgo: un pavo vive en un lugar confortable y es alimentado a diario, hasta que el día antes de la celebración de Acción de Gracias lo matan para cocinarlo. Así que no era en absoluto cierto que cada uno de los días predecía el día posterior. Pero lo cierto es que así vivimos: nuestra idea del futuro está basada en la falsa creencia inconsciente de que lo que ha ocurrido hasta el momento ha de seguir ocurriendo.
Ese es el motivo por el cual, entre otras cosas, nos cuesta encajar lo inesperado: si alguien nos quiere hoy, pensamos, también nos querrá mañana. Y si hoy tenemos trabajo, también mañana será así. Nos cuesta imaginar futuros diferentes y esa es también la razón por la que vemos difícil cambiar. Es como si el cerebro no creyera en que podemos ser diferentes, porque siempre hemos sido así. Pero lo cierto es que, aunque esta pueda parecer una verdad trivial, el conjunto de futuros posibles es mayor que el conjunto de futuros probables, infinitamente mayor.
Siempre hay mundos mejores que imaginar y espacio para crecer en ellos.