Esperar haciendo

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La conciencia de la provisionalidad es una competencia indispensable en cualquier profesional. A veces se nos va la vida en una espera equívoca, la que implica no movernos hasta que las circunstancias sean propicias: hasta que tengamos más recursos financieros, hasta que tengamos más tecnología, o hasta que las personas que nos rodean sean todas merecedoras de un premio nobel. Es verdad que tener esperanza es una ayuda para ser conscientes de lo que tenemos y lo que nos falta para llegar a donde queremos, que nos proyecta hacia el futuro y que incrementa nuestro rendimiento. Pero también lo es que los grandes logros venideros están apoyados en lo que cada día vamos cosechando.

El presente es el tiempo más complejo de todos, porque es a la vez causa y consecuencia: por un lado es el resultado de lo que en tiempos pasados hemos ido cosechando, y a la vez es causa de lo que en el futuro tendremos. Por tanto si hoy no nos gusta alguna circunstancia de las que nos rodean, es hoy mismo cuando tenemos que empezar a ponerle remedio. Hay una importante verdad que de tan evidente olvidamos, y es que los mismos ingredientes producen siempre el mismo plato. Así que si queremos un sabor diferente no nos queda otra opción que cambiar los ingredientes. Ya dijo Kennedy que si solo miramos al pasado o al presente seguramente nos perderemos el futuro. De igual forma, si no anclamos el futuro a nuestro presente corremos el riesgo de que un día nuestro pasado nos resulte decepcionante.

Afortunadamente nunca es tarde para introducir un cambio decisivo.

La sorprendente relación entre esperanza y rendimiento

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En un original estudio se planteó cuál era la relación entre la esperanza y el rendimiento deportivo. Como era esperable, el estudio mostró que la esperanza era el elemento más importante a la hora de predecir el rendimiento deportivo, por encima de otros factores como la autoestima, la confianza o el estado de ánimo.

Pero lo interesante del caso es cómo se definía en esta investigación la esperanza, que tenía que ver con dos cosas: en primer lugar, con el deseo de actuar, es decir, de iniciar y sostener una serie de acciones en una dirección determinada. En segundo lugar, con la capacidad de imaginar diferentes formas de llegar a un fin. Está claro que por mucho que una persona esté dispuesta a invertir tiempo y energía en que algo se produzca, si no es capaz de imaginar cómo lograrlo, poco podrá hacer. Por otro lado, por mucha capacidad intelectual que alguien tenga para diseñar formas diversas de conseguir algo, si no tiene la intención real de llegar a ello está claro que tampoco se producirá ningún avance.

Hoy que tanto hablamos de cómo promover la motivación, tal vez sea necesario plantearnos que la esperanza que realmente posee el poder de conmovernos tiene que ver con desear las cosas, y por tanto con el mundo de las emociones, pero también con la capacidad de imaginar racionalmente la forma de conseguirlas.

Es cierto que la esperanza es corazón, pero también es razón.

El origen de la esperanza

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Dice el diccionario que la esperanza es el estado de ánimo en el cual se nos presenta como posible aquello que deseamos. Cuando pensamos que algo bueno puede ocurrir, o que nuestra situación puede mejorar, nuestro estado de ánimo cambia y vemos todo de otra manera. A veces solo la ilusión de algo altamente improbable, como puede ser imaginar que nos toca la lotería, nos hace sonreír y nuestros ojos brillan de emoción. Por eso tener esperanza es positivo, no cabe ninguna duda.

Pero la esperanza no es meramente un conjuro ñoño alimentado en la oscuridad de la noche. La esperanza significa pensar en lo que somos y en lo que queremos ser, en dónde estamos y en dónde queremos estar, y sobre la base de nuestra realidad construir nuestro proyecto, individual o colectivo, personal o empresarial.

Por tanto, tener esperanza significa apoyarse en lo que tenemos y somos para llegar a lo que deseamos, y comienza por fijar un punto en el horizonte, pero luego ha de concentrarse en el punto de partida y convertirse en una pregunta acerca de qué estamos dispuestos a hacer para llegar al destino que nos hemos fijado.

Esperar que algo ocurra es, en primer lugar, esperarlo de nosotros mismos.

El papel de la esperanza en la visión

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En el significado de las palabras hay embebidos mensajes invisibles que nuestro cerebro capta sin que nos demos cuenta, y al unir unos con otros somos capaces de representarnos una cadena de significados que se conecta con nuestro estado de ánimo. Así, no es lo mismo hablar de guerra, injusticia, dolor o muerte que de amor, felicidad, armonía o paz.

Uno de los significados ocultos de la palabra esperanza tiene que ver con el futuro. Hesse escribió que Siddhartha solo sabía pensar, ayunar y esperar. Francamente, no es poco. Esa espera que significa esperanza nos proyecta hacia el futuro, colorea nuestro estado de ánimo y nos predispone para la acción.

Por eso hoy consideramos que la esperanza es una de los pilares del liderazgo, porque es sinónimo de proyecto y de sueño por alcanzar. Sin esperanza la visión pierde su papel de movilizar hacia un equipo hacia adelante, hacia lo que quiere ser. Una empresa que solo tiene misión ahondará en el detalle de sus procesos y podrá ser excelente en la operación, pero acabará por ser presa de sus propias rutinas y concreciones, y un día despertará obsoleta y anquilosada.

La esperanza es lo que nos mueve.

Emociones inteligentes

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Después de tantos y tantos años a menudo se nos olvida que eso que llamamos inteligencia emocional es fundamentalmente lo que su nombre indica, es decir, una forma de inteligencia. Las sucesivas versiones y revisiones que se han hecho del término, y su evolución en cascada desde los textos de Goleman y otros investigadores hasta las revistas de peluquería, han acabado por presentar muchas veces una visión excesivamente simplista y edulcorada de lo que supone esta capacidad.

La inteligencia emocional no consiste, o no únicamente, en ser más emocionales, más afectivos o más cariñosos. Ni se trata solo de reconocer que todos podemos evolucionar en cuanto a esas características, o de asimilar que el corazón puede tener tanta importancia como la razón. Como forma de inteligencia que es implica la adecuada conexión entre los medios y los fines, e incorpora grandes dosis de autorregulación y motivación, de conciencia de uno mismo y, por supuesto, de empatía y habilidades sociales. Tiene que ver con detectar las emociones en uno mismo y en nuestro interlocutor, y en gestionar adecuadamente ambas durante la interacción para lograr lo que nos proponemos.

Que las emociones existen es un hecho obvio, y que son determinantes en el éxito es algo ya indiscutible. Sin embargo, la cuestión está en buscar la manera de hacer que nos ayuden en lugar de controlarnos, para de esta manera poder utilizarlas en nuestro favor.

Es imprescindible convertir nuestras emociones en aliados.

Emociones en su justa medida

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Uno de los criterios de salud emocional consiste en vivir emociones que estén ajustadas a lo que nos pasa. Aparentemente es una cuestión simple, pero sin embargo es fácil notar que la mayoría de las ocasiones en las que experimentamos sufrimiento emocional tienen su origen en que simplemente estamos reaccionando de forma excesiva.

Porque no es lo mismo inquietud que ansiedad, ni tristeza que depresión. De la misma manera, uno puede sentirse responsable de algo, pero otra cosa es señalarse como culpable. Podemos ruborizarnos, pero sentir vergüenza es algo mucho más desagradable. Y la desilusión puede ser una emoción más o menos frecuente, pero vivir un engaño es claramente más dañino. Del disgusto a la ira y de la frustración al sentimiento de fracaso hay también distancias considerables, y desde luego una cosa es criticar algo y otra muy diferente condenarlo. Y por supuesto nadie está libre de aburrirse, pero la soledad es claramente otra cosa.

El tema de fondo está en que algunas emociones bloquean nuestros objetivos en la vida, los que tengamos, y otras no. Con unas es más fácil convivir que con otras y algunas entre estas últimas son simplemente paralizantes. Y en la diferencia entre las primeras y las últimas está la distancia entre tener una vida naturalmente fluida o bloquearse.

La clave está en aprender a sintonizar con las emociones que son convenientes.

Pensar mejor para vivir mejor

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En contra de lo que mucha gente piensa nuestras emociones no surgen espontáneamente, sino que a menudo son consecuencia de nuestros pensamientos, concretamente de aquellos destinados a evaluar lo que nos pasa.

Cuando pensamos que los acontecimientos son tremendos, dramáticos, espantosos o terribles, en esa misma medida estamos introduciendo estrés en el sistema y consecuentemente provocando ansiedad. Dice Maurer que al experimentar una reacción de miedo el córtex, donde está todo lo que nos hace específicamente humanos, se desconecta y ello nos impide pensar con sensatez.

Evidentemente ningún acontecimiento varía por el hecho de que lo veamos de una manera u otra, pero pensar en positivo hace que la ansiedad no se dispare y por tanto nos coloca en una situación de mayor claridad y energía a la hora de resolver cualquier problema que aparezca en nuestro camino.

Nos pase lo que nos pase, el primer objetivo siempre es mantener la calma.

El estrés y las preguntas sin respuesta

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El estrés tiene su origen en un fenómeno en principio positivo que está instalado en nuestra anatomía desde hace cientos de miles de años, quizá millones, y que está destinado a protegernos. Con la aparición de un peligro tienen lugar una serie de cambios orquestados por el sistema nervioso autónomo, que están destinados fundamentalmente a entrar en combate o a huir. Es bastante evidente que este sistema, en origen, se diseñó para enfrentarse con peligros físicos tales como alimañas, incendios o contiendas con enemigos.

Pero claro, hoy día el ser humano rara vez tiene ocasión de toparse con amenazas de ese tipo, y lo que nos estresa son cosas como la caída de las ventas, los proyectos complejos, las fechas límite, los conflictos o las deudas. Y como lo que podemos hacer para enfrentarnos con este tipo de cuestiones es todo menos físico, experimentamos una incongruencia entre el problema y la solución que normalmente vivenciamos como desagradable. Esto es lo que comúnmente llamamos ansiedad. Así que en el fondo lo que ocurre es que el entorno nos hace una pregunta y nosotros no tenemos la respuesta, porque cuando nuestro cuerpo se inventó no existían ese tipo de preguntas.

Evidentemente no toda la ansiedad que sufren las personas se explica de esa manera, pero es bueno darse cuenta de que la ansiedad que generalmente experimentamos en el entorno laboral es debida simplemente, o nada menos, al desajuste que existe entre las exigencias no tangibles del entorno y lo que nuestro organismo sabe hacer.

Así que nuestra ansiedad persigue fantasmas.

Talento personal

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Durante décadas hemos asistido a una creciente consolidación de la idea de conocimiento organizacional y hemos dedicado tiempo y esfuerzo a su estudio. Sin embargo, y sin quitar un ápice de valor a este importante activo, lo cierto es que en ocasiones se ha dado la impresión de que es la empresa la que sabe y las personas las que aplican ese conocimiento. Quizá de ahí derive el siempre malsonante término recursos humanos.

El concepto de intraemprendimiento muestra con toda claridad el reconocimiento que hacen las organizaciones al talento personal. Es sabido que en algunas empresas, aún demasiado pocas, los profesionales pueden dedicar un tiempo a un proyecto personal que tenga que ver con los objetivos de la empresa. Fuera del hecho de que permite que las personas se realicen y por tanto contribuye a la motivación, es una forma de decir que ni la empresa lo sabe todo ni lo tiene todo previsto. Y por si acaso quiere escuchar lo que tienen que decir las personas que la forman.

El talento, compartido o no, siempre está en las personas. Y cuando las plantillas se adelgazan y el mercado se complica, y menos personas tienen que acometer más tareas y más diversas, es cierto que un sólido sistema de gestión de conocimiento puede ayudar. Pero no lo es menos que en esas circunstancias solo el talento personal y la genuina capacidad de adaptación del ser humano son auténticamente resolutivos.

Las empresas aprenden, pero son las personas las que enseñan.

Talento horizontal

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El paradigma de la profesionalización y su hija natural, la superespecialización, provocó a finales del siglo pasado un contradictorio y molesto fenómeno, y es que las áreas departamentales en las empresas se convirtieron en silos, profundas simas desde las cuales los profesionales tenían poca o ninguna visibilidad sobre los equipos que trabajaban en otras disciplinas. Y las fronteras entre los departamentos se convirtieron en lugares peligrosos en el camino a través del cual una propuesta se viste de valor a lo largo de la cadena. La incomunicación entre las áreas funcionales producía inconsistencias que al final se convertían en ineficiencias.

Este fenómeno provocó la necesidad de profesionales t-shaped, aquellos que tienen una alta especialización vertical en una disciplina pero que pueden comunicarse horizontalmente con otras áreas. Y con el tiempo hemos ido asimilando que además de formar buenos ingenieros, estos tienen que saber de marketing, finanzas o recursos humanos. Y que de la misma manera los financieros tienen que saber de tecnología o de operaciones, y así sucesivamente. Con ello se pretende que, si bien las raíces de los departamentos están en terrenos separados, al menos sus ramas se puedan entrelazar.

Aún desconocemos si la evolución acabará primando el talento para comunicarse horizontalmente sobre el conocimiento vertical. Conforme las capas operativas se comoditizan y la creación de valor se hace más orgánica y menos estructurada, está aún por ver si el único talento imprescindible será la capacidad de hablar todos los lenguajes de la empresa.

Que al final es uno solo: el que entiende las necesidades del cliente.