El paradigma de la profesionalización y su hija natural, la superespecialización, provocó a finales del siglo pasado un contradictorio y molesto fenómeno, y es que las áreas departamentales en las empresas se convirtieron en silos, profundas simas desde las cuales los profesionales tenían poca o ninguna visibilidad sobre los equipos que trabajaban en otras disciplinas. Y las fronteras entre los departamentos se convirtieron en lugares peligrosos en el camino a través del cual una propuesta se viste de valor a lo largo de la cadena. La incomunicación entre las áreas funcionales producía inconsistencias que al final se convertían en ineficiencias.
Este fenómeno provocó la necesidad de profesionales t-shaped, aquellos que tienen una alta especialización vertical en una disciplina pero que pueden comunicarse horizontalmente con otras áreas. Y con el tiempo hemos ido asimilando que además de formar buenos ingenieros, estos tienen que saber de marketing, finanzas o recursos humanos. Y que de la misma manera los financieros tienen que saber de tecnología o de operaciones, y así sucesivamente. Con ello se pretende que, si bien las raíces de los departamentos están en terrenos separados, al menos sus ramas se puedan entrelazar.
Aún desconocemos si la evolución acabará primando el talento para comunicarse horizontalmente sobre el conocimiento vertical. Conforme las capas operativas se comoditizan y la creación de valor se hace más orgánica y menos estructurada, está aún por ver si el único talento imprescindible será la capacidad de hablar todos los lenguajes de la empresa.
Que al final es uno solo: el que entiende las necesidades del cliente.