Después de tantos y tantos años a menudo se nos olvida que eso que llamamos inteligencia emocional es fundamentalmente lo que su nombre indica, es decir, una forma de inteligencia. Las sucesivas versiones y revisiones que se han hecho del término, y su evolución en cascada desde los textos de Goleman y otros investigadores hasta las revistas de peluquería, han acabado por presentar muchas veces una visión excesivamente simplista y edulcorada de lo que supone esta capacidad.
La inteligencia emocional no consiste, o no únicamente, en ser más emocionales, más afectivos o más cariñosos. Ni se trata solo de reconocer que todos podemos evolucionar en cuanto a esas características, o de asimilar que el corazón puede tener tanta importancia como la razón. Como forma de inteligencia que es implica la adecuada conexión entre los medios y los fines, e incorpora grandes dosis de autorregulación y motivación, de conciencia de uno mismo y, por supuesto, de empatía y habilidades sociales. Tiene que ver con detectar las emociones en uno mismo y en nuestro interlocutor, y en gestionar adecuadamente ambas durante la interacción para lograr lo que nos proponemos.
Que las emociones existen es un hecho obvio, y que son determinantes en el éxito es algo ya indiscutible. Sin embargo, la cuestión está en buscar la manera de hacer que nos ayuden en lugar de controlarnos, para de esta manera poder utilizarlas en nuestro favor.
Es imprescindible convertir nuestras emociones en aliados.