En un original estudio se planteó cuál era la relación entre la esperanza y el rendimiento deportivo. Como era esperable, el estudio mostró que la esperanza era el elemento más importante a la hora de predecir el rendimiento deportivo, por encima de otros factores como la autoestima, la confianza o el estado de ánimo.
Pero lo interesante del caso es cómo se definía en esta investigación la esperanza, que tenía que ver con dos cosas: en primer lugar, con el deseo de actuar, es decir, de iniciar y sostener una serie de acciones en una dirección determinada. En segundo lugar, con la capacidad de imaginar diferentes formas de llegar a un fin. Está claro que por mucho que una persona esté dispuesta a invertir tiempo y energía en que algo se produzca, si no es capaz de imaginar cómo lograrlo, poco podrá hacer. Por otro lado, por mucha capacidad intelectual que alguien tenga para diseñar formas diversas de conseguir algo, si no tiene la intención real de llegar a ello está claro que tampoco se producirá ningún avance.
Hoy que tanto hablamos de cómo promover la motivación, tal vez sea necesario plantearnos que la esperanza que realmente posee el poder de conmovernos tiene que ver con desear las cosas, y por tanto con el mundo de las emociones, pero también con la capacidad de imaginar racionalmente la forma de conseguirlas.
Es cierto que la esperanza es corazón, pero también es razón.