El liderazgo circulante

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Posiblemente estemos ante un cambio de paradigma con respecto al liderazgo. Algunas de las claves que ahora nos rodean, tales como la globalización o la utilización extensiva de la tecnología y los medios sociales, ponen de manifiesto la inteligencia colectiva frente a un modelo de liderazgo más individual o personalista. Es verdad que siguen existiendo grandes hombres y mujeres en los que todos buscamos inspiración y guía, pero también lo es que ese liderazgo puede surgir en cualquier momento de una persona anónima o de varias de ellas.

Hace ya tiempo que el enfoque de los grupos autodirigidos predicó que el éxito de los equipos de alto rendimiento está, entre otras cosas, en que el liderazgo va pasando de unos a otros conforme el grupo siente que esa persona en particular es la que puede aportar más en un momento dado. A nadie se le oculta que esto no es nada fácil de hacer, pero sobre todo es especialmente complicado en aquellos equipos en los que un líder formal siente que su autoridad se socava si deja que uno de sus subordinados sea quien guíe temporalmente al grupo.

Pero la cuestión de fondo no es si es posible o no que el grupo lidere, bien de forma compartida o rotatoria, sino si nos podemos permitir una alternativa. Porque la pregunta es bien sencilla: ¿qué pasa cuando el líder falla? ¿cuando el mejor anotador no marca? ¿cuando descubrimos con horror la falta de ética de aquel a quien votamos?

Que exista un líder es necesario y además es natural, pero todos deberíamos pensar que en algún momento nos va a tocar serlo. Porque, como los acontecimientos muestran con toda claridad, cuando el liderazgo unipersonal falla estrepitosamente no hay donde esconderse.

No podemos huir de la responsabilidad de tener que liderar en algún momento.

El liderazgo recombinante

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Una de las cualidades menos exploradas del liderazgo es la capacidad de entretejer sueños y rumbos. Cada una de las personas que forma parte de un equipo vive intentando adecuar sus capacidades y potencialidades al puesto que desempeña, pero sobre todo preguntándose qué parte de lo que hace da sentido su vida. El líder lo es porque su visión incorpora los esquemas de las personas que le rodean y porque es capaz de tejerlos en un mapa común que apunta hacia un punto claro en el horizonte. Ya desde los tiempos de Aristóteles sabemos que una de las claves del liderazgo consiste en identificar el bien común, el bien global que aúna las pequeñas o grandes búsquedas de cada uno y sus talentos.

Es verdad que hay líderes que con mejores o peores artes de seducción logran vender su idea y hacer que la gente se entusiasme con lo que ellos unilateralmente han pensado, pero ese tipo de liderazgo, además de individualista y pasado de moda, puede fácilmente conducir a la extinción del proyecto en cuanto la persona que creó la idea desaparece. A menudo sorprende la cantidad de proyectos huérfanos que se encuentran por la vida, equipos a los que alguien vendió una idea y que ahora, con su líder ya evaporado, no saben continuarla y caminan confusos dando palos de ciego, carentes de identidad. Peor fortuna han corrido los que ahora, también sin líder, navegan en un barco anacrónico repitiendo recetas que en su día fueron ideas brillantes pero que ahora están descontextualizadas y obsoletas.

Liderar tiene mucho de amalgamar, de unir, de recombinar. De reescribir la historia una y otra vez para que sea el equipo y no la persona la que triunfe. Es lo único que garantiza la viabilidad a largo plazo.

En los equipos de verdad la autobiografía de cada uno es parte de la autobiografía grupal.

El fallo como ingrediente en la receta del éxito

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Un equipo es un entretejido de esquemas diversos que navega con un rumbo común. En esa tela están dinámicamente combinadas las fortalezas y debilidades de los miembros del equipo, y el juego del liderazgo consiste en netear unas con otras de forma de que el saldo al final sea positivo. Si es verdad que los fallos son parte de la naturaleza humana, que podemos aprender de ellos saliendo fortalecidos y que la culpa no debería dañar nuestra autoestima, entonces el fallo debería formar parte de la receta del éxito, porque al mirarlo desde esa perspectiva se convierte en una poderosa arma de mejora continua.

Lencioni escribió que la ausencia de verdadera confianza en los equipos, de la confianza que nos hace aparecer como vulnerables y falibles frente a nuestros compañeros, tiene efectos devastadores. Porque produce miedo al conflicto positivo, a la sana discusión, y de ahí a la falta de compromiso y a evitar ser exigente con el resto de los miembros del equipo hay solo un paso. El motivo es bien simple: al no haber debate el conocimiento generado no es compartido y el rumbo entonces no es común. Al final aparece la inatención a los resultados porque el equipo avanza descoyuntado. En otras palabras, en ausencia de un proyecto único a nadie le importa si las cosas salen bien o no. Por eso admitir errores y debilidades es positivo, y por eso el fallo es un componente del éxito.

Mirar constructivamente nuestros errores apoya la unidad y el crecimiento del equipo.

El efecto de la gravedad sobre la autoestima

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Los errores nos hacen daño porque en nuestra cultura está insertado un modelo de autoestima condicional. Es como si tuviéramos nuestra autoestima atada a una piedra y la lanzáramos hacia arriba. En su subida la piedra simboliza nuestros éxitos, las cosas que hacemos y que nos hacen subir, crecer profesional y personalmente. Pero como todos sabemos el efecto de la gravedad es inevitable, así que al cabo de un tiempo la piedra invierte su trayectoria y comienza a bajar. Esa bajada simboliza nuestros fallos, las cosas que hacemos que nos transmiten una sensación de fracaso, de caer al suelo. Después de la caída recogemos la piedra y la volvemos a lanzar hacia arriba, y con ella nuestra autoestima sube. Pero luego vuelve inevitablemente a caer, y con ella nuestra autoestima.

El ciclo natural de las cosas implica que hay aciertos y fallos, subidas y bajadas, tan cierto como que la gravedad actúa sobre la materia. Lo que falla en el modelo es que la autoestima esté atada a ellos, y tenga que subir o bajar cada vez que triunfamos o fracasamos. Nuestra autoestima debería ser incondicional y permanecer aislada respecto a esos ciclos cambiantes.

Porque uno no es las cosas que hace: uno es quien es independientemente de las cosas que hace.

El fracaso como puzzle

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Que todo el mundo puede cometer errores es un hecho tan cierto como poco analizado. En nuestra cultura cometer errores implica una especie de estigma, una etiqueta que coloca a quien falla dentro de un gueto imaginario en el que están los torpes, los fracasados y los que no están llamados a la gloria.

Ganaríamos mucho más si miráramos a nuestras equivocaciones a la cara. Es muy útil pensar sobre qué podemos aprender del último tropezón que hemos tenido. Qué ha ocurrido y por qué, y qué podemos hacer para que la próxima vez no ocurra. A veces los proyectos se atascan porque insistimos en averiguar de quién ha sido el fallo o en evitar que nos echen la culpa.

Llamamos resiliencia a la capacidad de encajar acontecimientos adversos saliendo fortalecidos. Tanto individualmente como grupalmente, tanto en la vida personal como en la vida profesional, tiene muchas más ventajas mirar al futuro en lugar de al pasado cuando algo malo e inesperado ocurre. Además, contemplar el error como un problema a resolver es mucho más entretenido que mirarlo como una característica de la personalidad, nuestra o de nuestros convecinos. Porque las características de la personalidad son estáticas, son rasgos más o menos fijos, y sin embargo los problemas son dinámicos y cambiantes. El fracaso no debería ser como un disparo que nos hace daño, sino como un puzzle que hay que resolver.

Quien busca sus equivocaciones para enfrentarse a ellas crece más que quien intenta esquivarlas.

Toddlers

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Si recordáramos cuántos tropiezos nos costó aprender a andar ahora no nos lamentaríamos tanto cada vez que las cosas nos van mal. Uno de los problemas del ser humano es sin duda su falta de memoria, sobre todo de las cosas que le ocurrieron cuando aún no tenía dientes: andar y hablar correctamente nos costó años, y a cada caída no andábamos pensando cosas del tipo “soy un desastre, no voy a salir de esta nunca, o así no hay quien pueda”. Simplemente nos levantábamos y volvíamos a probar. Y así cientos, miles de veces.

Seligman nos está ayudando a conocer una nueva dimensión del optimismo, basada en la forma en que las personas tienden a evaluar los acontecimientos negativos que les ocurren. Ante un tropiezo hay personas que piensan que es por su culpa y que el motivo por el cual han tropezado es una característica estable en ellas. Y por eso se desaniman y no vuelven a intentarlo. Es obvio: nadie que piense así lo haría. Pero los tropiezos a menudo no son responsabilidad nuestra, y la mayoría de las veces no se deben a cosas estables.

Lo que nos ocurre es que pensar de otra manera nos resulta difícil, claro. Entre otras cosas porque llevamos en la sangre una rara cultura de la culpa. Si cuando estábamos aprendiendo a andar hubiéramos pensado que cada tropiezo denotaba un obstáculo insalvable hoy no caminaríamos, sino que gatearíamos o reptaríamos. Pero entonces solo veríamos el suelo. Y el hombre no está hecho para mirar al suelo sino para mirar a lo lejos, al horizonte, hacia el infinito.

Caerse no es malo, lo que es malo es no levantarse.

Hacia el horizonte

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Si saber dónde estamos es difícil, mucho más lo es saber hacia dónde nos dirigimos. Las empresas se relacionan con el mercado a través de su estrategia empresarial, y las personas deberían relacionarse con las empresas, y también con el mercado en general a través de una estrategia individual.

Hoy se habla mucho de marca personal, pero lo cierto es que es un nombre que se queda pequeño. Quién es uno y quién quiere ser son grandes preguntas para el ser humano. Entre otras cosas porque la profesión, como no podría ser de otra manera, está conectada con la identidad, y desde luego con la forma en que cada ser humano percibe el sentido de la vida.

Nuestra profesión nos llena cuando encaja con nosotros, cuando se adapta a lo que somos como un guante a una mano. Hace ya muchísimos años que Maslow nos dijo que la autorrealización era el factor de motivación más importante para el ser humano, y cada vez está más claro. Pink nos ha recordado recientemente que además de las motivaciones biológicas y las que controlan las recompensas externas hay un tercer impulso que es el que realmente nos motiva: lo que intrínsecamente nos hace vibrar, lo que conecta con lo que de verdad somos, lo que nos realiza de verdad, lo que nos gusta tanto que no nos cuesta ponernos a ello.

Una marca personal no es el origen de nada sino que, al contrario, cuando un profesional ha encontrado el sentido de la vida en las cosas que hace, y cuando con lo que hace aporta a los demás tanto como a sí mismo, ha descubierto algo que tiene un valor incalculable. E inevitablemente, cada cosa que haga tendrá un tono particular, un carácter especial: esa su marca personal. La marca personal nace de dentro, no es una etiqueta pegada sobre una botella.

Descubrir lo que mejor sabemos hacer: no hay nada más importante.

Un cuadrito del bloc

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Tener claro lo que uno quiere no es una tarea fácil. Entre otras cosas porque para saber lo que queremos hace falta saber dónde estamos, y eso tampoco es tarea sencilla. De hecho la capacidad de estar en nuestro sitio es una de las competencias más difíciles de desarrollar. Porque estar en nuestro sitio significa saber qué se nos pide y qué podemos aportar. Hay padres que prefieren jugar el rol de amigos, amigos que quieren ser parejas, parejas que se vuelven socios, socios que quieren ser jefes, y jefes que nunca están donde deben estar.

Cada rol tiene docenas de posibilidades de ser representado, tantas como cuadritos hay en la hoja cuadriculada de un bloc. Y eso ocurre en todos los roles vitales, y desde luego en los profesionales. Resulta fácil imaginar que una empresa requiere que cada persona esté correctamente ubicada en su rol. Los problemas suelen venir cuando a lo largo de todos los puestos el análisis revela que hay personas fuera de su sitio. Por ejemplo, nadie quiere jugar roles de apoyo o nadie quiere tomar decisiones. Los cuadritos inesperadamente vacíos representan debilidades de la empresa, espacios que nadie llena. Y eso ocurre a pesar de los importantes esfuerzos que las organizaciones invierten en el análisis y definición de puestos: al final nada escapa a la sorprendente y tozuda tendencia de la mente humana de conducirse a su manera.

A veces hay reuniones en las que alguien clarifica algo de forma muy exacta, y sin embargo hay quien sale de la reunión convencido de otra cosa, por ejemplo porque piensa que tiene más información o porque simplemente no apoya tal o cual idea.

Fijar objetivos comunes dista mucho de ser una tarea trivial.

De violinistas y taxistas

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Si bien es cierto que cambiar cuesta, también lo es lo que se puede conseguir a base de perseverancia. Durante muchísimos años nos hemos creído hipótesis nunca del todo demostradas sobre el ser humano: una de ellas es que lo que somos es más o menos fijo, que dependemos de nuestros genes y que podemos aprender, pero siempre dentro de unos límites bastante establecidos.

Que el cerebro se altera significativamente como resultado de la experiencia puede sonar extraño, y sin embargo la investigación así lo corrobora. Una de los estudios recientes sobre este tema, que se hizo con taxistas londinenses, demostró que su hipocampo tenía una forma diferente, precisamente debido a la necesidad de almacenar la representación espacial de la ciudad. Sabemos también que los músicos profesionales que se dedican a la cuerda, por ejemplo los violinistas, tienen mayor tejido cerebral dedicado a la sensibilidad de los dedos de la mano que pulsa las cuerdas (este tejido se extrae del que se utiliza en la sensibilidad de la palma de la mano, por eso esta parte del cuerpo es menos sensible en estos músicos que en el resto de las personas).

Puede resultar extraño, y sin embargo lo más importante es lo que significa: significa que el cerebro es plástico y que se altera como resultado de la experiencia. Esta fabulosa capacidad significa que el ser humano tiene la capacidad de alterar la forma en la que se conecta con la realidad.

Todo es cuestión de perseverancia y de tener claro lo que uno quiere.

Patrones

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No deja de llamar la atención que cuando asistimos a un curso de formación escogemos unos puestos determinados, y en las sesiones posteriores tendemos a ocupar los mismos sitios. Si lo pensamos un poco esa tendencia del cerebro humano a establecer patrones está presente de una forma constante en nuestra vida. No es solo que cuando compramos en un supermercado el recorrido por los departamentos que solemos hacer es prácticamente idéntico, sino que la cesta de la compra suele parecerse bastante de una vez a la anterior y a la siguiente. Y si nos observamos mientras nos duchamos, por ejemplo, nos daremos cuenta de que repetimos casi siempre la misma secuencia.

Como el ser humano no actúa directamente sobre la realidad, sino sobre un modelo simbólico de la misma, es claro que estos patrones nos sirven para economizar y así poder realizar acciones de forma semiautomática sin tener que estar constantemente redescubriendo la realidad. Digamos que desde que éramos pequeños fuimos automatizando acciones e interiorizándolas, y hoy día esas acciones conducen gran parte de nuestra vida. Y cuando algo se sale del patrón, enseguida nos damos cuenta. Por ejemplo cuando un lineal en el supermercado ha cambiado de sitio o cuando el agua de la ducha tarda más de lo normal en salir caliente.

La cuestión es que como todo está guardado en patrones previsibles nos cuesta comportarnos de forma diferente. Nos cuesta mucho. Muchas personas, por ejemplo, olvidan que el médico les ha prescrito tomar un medicamento mientras que otras no son capaces de hacer un alto en el gimnasio de camino a casa desde el trabajo. Un número significativo de las alteraciones que pretendemos introducir en nuestra vida, personal y profesional, se extinguen a los pocos días o, peor, se quedan en buenos propósitos.

Tan obvio como difícil de poner en práctica: cambiar cuesta.