Posiblemente estemos ante un cambio de paradigma con respecto al liderazgo. Algunas de las claves que ahora nos rodean, tales como la globalización o la utilización extensiva de la tecnología y los medios sociales, ponen de manifiesto la inteligencia colectiva frente a un modelo de liderazgo más individual o personalista. Es verdad que siguen existiendo grandes hombres y mujeres en los que todos buscamos inspiración y guía, pero también lo es que ese liderazgo puede surgir en cualquier momento de una persona anónima o de varias de ellas.
Hace ya tiempo que el enfoque de los grupos autodirigidos predicó que el éxito de los equipos de alto rendimiento está, entre otras cosas, en que el liderazgo va pasando de unos a otros conforme el grupo siente que esa persona en particular es la que puede aportar más en un momento dado. A nadie se le oculta que esto no es nada fácil de hacer, pero sobre todo es especialmente complicado en aquellos equipos en los que un líder formal siente que su autoridad se socava si deja que uno de sus subordinados sea quien guíe temporalmente al grupo.
Pero la cuestión de fondo no es si es posible o no que el grupo lidere, bien de forma compartida o rotatoria, sino si nos podemos permitir una alternativa. Porque la pregunta es bien sencilla: ¿qué pasa cuando el líder falla? ¿cuando el mejor anotador no marca? ¿cuando descubrimos con horror la falta de ética de aquel a quien votamos?
Que exista un líder es necesario y además es natural, pero todos deberíamos pensar que en algún momento nos va a tocar serlo. Porque, como los acontecimientos muestran con toda claridad, cuando el liderazgo unipersonal falla estrepitosamente no hay donde esconderse.
No podemos huir de la responsabilidad de tener que liderar en algún momento.