Que todo el mundo puede cometer errores es un hecho tan cierto como poco analizado. En nuestra cultura cometer errores implica una especie de estigma, una etiqueta que coloca a quien falla dentro de un gueto imaginario en el que están los torpes, los fracasados y los que no están llamados a la gloria.
Ganaríamos mucho más si miráramos a nuestras equivocaciones a la cara. Es muy útil pensar sobre qué podemos aprender del último tropezón que hemos tenido. Qué ha ocurrido y por qué, y qué podemos hacer para que la próxima vez no ocurra. A veces los proyectos se atascan porque insistimos en averiguar de quién ha sido el fallo o en evitar que nos echen la culpa.
Llamamos resiliencia a la capacidad de encajar acontecimientos adversos saliendo fortalecidos. Tanto individualmente como grupalmente, tanto en la vida personal como en la vida profesional, tiene muchas más ventajas mirar al futuro en lugar de al pasado cuando algo malo e inesperado ocurre. Además, contemplar el error como un problema a resolver es mucho más entretenido que mirarlo como una característica de la personalidad, nuestra o de nuestros convecinos. Porque las características de la personalidad son estáticas, son rasgos más o menos fijos, y sin embargo los problemas son dinámicos y cambiantes. El fracaso no debería ser como un disparo que nos hace daño, sino como un puzzle que hay que resolver.
Quien busca sus equivocaciones para enfrentarse a ellas crece más que quien intenta esquivarlas.