Nuestra identidad habitual

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Hacer cosas a menudo es una de las claves de nuestra identidad. Se atribuye a Aristóteles la idea de que lo que nos define es lo que hacemos regularmente. Esta forma de ver las cosas resulta interesante a la hora de considerar cómo somos en realidad.

Por citar un ejemplo, siendo la lectura y el deporte dos de las actividades que cualquier persona claramente recomendaría, en nuestro país encontramos que  casi el 40% de la población no lee libros y casi el 60% no hace deporte. Sin embargo, el número de horas de televisión por persona y día supera ampliamente las cuatro horas. Es decir, nos pasamos una cuarta parte de nuestra vida activa frente al televisor a costa de renunciar a hábitos claramente más saludables. Pese a que la mayoría de nosotros nos identificamos con la cultura y el deporte, e insistimos en que el motivo por el cual no cultivamos ambas es que no tenemos tiempo, nuestros hábitos revelan otra identidad bien diferente.

Por eso, y aunque de tan evidente parezca un pensamiento estéril, es una gran verdad que si buscamos un cambio personal para ser diferentes, tendremos que empezar por hacer cosas diferentes. O, mejor dicho, hacer cosas diferentes nos convertirá en personas diferentes.

Para ser hay que hacer.

Leyendo la realidad

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Los hábitos son imprescindibles aliados en el cambio personal porque automatizan las tareas que necesitamos para lograr nuestros objetivos. Pero, quizá más importante, son puntos de contacto con la realidad que definen el escenario en el que vivimos nuestra vida. Es decir, la realidad nos llega a través de lo que hacemos habitualmente. Si una persona sale a dar un paseo por el campo todos los fines de semana, con esa misma frecuencia percibirá los olores de las plantas, los ruidos de los animales y el color de la tierra. Esos estímulos formarán parte de el mundo en el que vive. De la misma manera, los estímulos que existen en las oficinas, gimnasios, bares, o calles serán parte de el mundo en el que viven las personas que los frecuentan habitualmente. El mundo en que vivimos está definido por lo que hacemos a diario.

Por eso uno de los motivos para instalar nuevos hábitos en nuestra vida es que nos ayudan a leer la realidad de forma diferente. Y la ventaja añadida es que eso nos puede aportar otras perspectivas que descubran nuevos rumbos y nuevos cambios.

Quien frecuenta la luz vive en la luz, y quien frecuenta la oscuridad vive en la oscuridad.

Estudiar el día antes

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A todos nos decían que era mejor estudiar un poco todos los días que enterrarse entre apuntes el día antes del examen, y sin embargo muy pocos eran capaces de cumplir este aparentemente sencillo consejo. Evidentemente ponerse a estudiar un examen cuando quedaban meses para realizarlo era difícil, porque no le veíamos el sentido. Así que siempre encontrábamos algo mejor que hacer. Muchas personas sufren este mismo tipo de problema de adultos, dejando para el último día los cálculos económicos de un proyecto, la preparación de una presentación para una reunión, la redacción de un informe o simplemente las compras de Navidad.

El cambio personal sería mucho más fácil si comprendiéramos que el esfuerzo por instalar un hábito es mucho menor que la energía que tendremos que invertir en una tarea que hemos pospuesto hasta el último momento, porque el grado de automatismo de una conducta crece con la práctica: cuanto más practicamos algo menos nos cuesta hacerlo.

La gran ventaja de estudiar todos los días no está en superar el examen en sí, sino en el hecho de adquirir el hábito de estudio. El primer día del semestre que un estudiante se pone a ello le cuesta mucho, el segundo menos, el tercero menos aún y, si logra completar un número suficiente de días, llegará un momento en el que se sentará a estudiar casi sin darse cuenta. Y esto se puede aplicar a cualquier hábito.

Cada paso que damos menos nos cuesta el siguiente.

De superhombres y pilotos automáticos

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Una de las cualidades humanas más envidiables es la fuerza de voluntad. Todos admiramos a esas personas que son capaces de madrugar, de resistir la tentación del chocolate, de correr durante kilómetros y kilómetros a pesar de que las piernas no les respondan, o de encadenar una reunión tras otra sin tomar café ni perder la concentración.

Es sorprendente, sin embargo, que la ciencia nos muestre que quien más fuerza de voluntad tiene es quien menos la ejercita. El motivo es que estas personas normalmente han usado esa capacidad para hacer algo más eficiente que intentar ganar pulsos al día a día, y es crear hábitos que le permitan soltar el volante y dejar que su conducta se conduzca prácticamente sola.

Los hábitos son pilotos automáticos de nuestro comportamiento y son imprescindibles en el cambio personal. Da igual si se trata de ponernos a repasar estados financieros todos los días a las siete de la mañana, de anotar en una agenda cada tarde los hitos más importantes del día siguiente, o de acostumbrarnos a dar un paseo después de comer. Una vez que un comportamiento se ha instalado en nuestro repertorio como un hábito no hace falta apenas recurrir a la fuerza de voluntad para llevarlo a cabo.

Los superhombres son superhombres y pueden vencer sus instintos y su inercia todos y cada uno de los minutos que dura el día. El resto de nosotros podemos confiar en la potencia de los hábitos para conducirnos de modo automático por la vida.

Es mejor construir hábitos que jugar a superhombres.

Objetivos en spray

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El problema cuando nos despojamos del pasado y miramos al frente para reinventarnos, para redibujar nuestras vidas y las de nuestras empresas, es que nos entra miedo. Y lo peor del miedo no es sentirlo, sino el claro convencimiento de que no podemos librarnos de él porque es algo que necesitamos, porque es una creación de la naturaleza que apareció en la evolución para protegernos. Al sentir miedo ante una amenaza que pone en peligro nuestra vida el organismo dispara rápida y automáticamente una reacción de lucha o huida para que podamos defendernos o ponernos a salvo.

La cuestión es que este mecanismo se ajustó hace millones de años, cuando las amenazas eran físicas y tenían que ver con entrar en combate o salir corriendo. Por eso las partes del organismo que se ponen en guardia son sobre todo las que tienen que ver con el flujo sanguíneo, con el oxígeno y con las fibras musculares. Es más, para garantizar que la reacción es lo más eficiente posible la naturaleza pensó que, en esos casos a vida o muerte, era mejor que el ser humano no se entretuviera en largas deliberaciones, y por eso bloqueó su capacidad para pensar.

Por eso el miedo nos bloquea: porque interfiere en nuestra capacidad de ser racionales. Y por eso precisamente cuando nos situamos ante un cambio personal de gran envergadura hemos de aprender a no quererlo todo a la vez, o a no esperar cambios inmediatos. Porque el vértigo que nos entrará entonces será suficiente como para arruinar nuestra capacidad de planificar racionalmente y no conseguiremos nuestros propósitos.

La única manera de luchar contra el miedo que nos provoca el cambio personal es engañar al cerebro y hacerle creer que no vamos a dar grandes saltos, sino pasos diminutos. Si no somos capaces de pulverizar nuestros grandes objetivos en gotas pequeñitas como las que salen de un spray es muy posible que nunca nos movamos del sitio y nos pasemos la vida preguntándonos qué pasó con nuestra vida.

Para perder el miedo a cambiar hay que atomizar los objetivos.

El dios romano al que nos parecemos

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Jano era un dios romano sin equivalente en la mitología griega, que habitualmente se representaba como un rostro con dos caras, una mirando en cada dirección. Era el dios de los umbrales, de las puertas, de lo que acaba y empieza. Y es también una genial metáfora de nuestra dificultad para cambiar. Porque hoy sabemos que la capacidad que tenemos para predecir los acontecimientos futuros está íntimamente ligada al archivo de los sucesos pasados. Es muy probable que el cerebro utilice la misma circuitería neuronal para ambas cosas y, por tanto, cuando intentamos simular el porvenir, nuestra mente nos devuelve el registro del pasado. Y así se cierra el círculo de la dificultad del cambio personal: nuestra memoria no guarda los acontecimientos fielmente porque su criterio de almacenamiento es el sentido, que necesita crear para predecir correctamente, y así poder sobrevivir. Pero esas predicciones están basadas en el registro de lo que ya sucedió, y por tanto siempre nos va a proyectar un futuro que no solo es igual al pasado, sino que ese pasado está registrado de una forma que excluye las infinitas posibilidades alternativas de desarrollarnos.

La línea sentido-predicción-supervivencia ha resultado funcional durante millones de años, pero el problema es que no contempla posibilidades alternativas ni tampoco objetivos que se alejen mucho de lo que ya ha sucedido. Pero claro, hoy día el ser humano quiere vivir, y no solo sobrevivir. Por tanto hay que despojar a Jano de su segundo rostro, el que mira al pasado, y mirar solo al futuro. No hacer caso a lo que ya ha sido, y pensar en lo que puede ser, en lo que seguramente será si ponemos todo nuestro empeño en ello.

Más cierto que nunca: hay que olvidarse del pasado para reinventar el futuro.

Sentido y cambio personal

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Es fácil comprobar que la búsqueda de sentido es una fuerza importante en nuestra vida, quizá la más potente que exista por detrás de nuestro impulso a perpetuarnos. Utilizar la coherencia de una explicación como prueba de la veracidad de los hechos que describe es tal vez una de las más significativas, pero hay muchas más. Por ejemplo, en general tendemos a sufrir cuando no vemos sentido en las cosas, y en particular cuando un acontecimiento adverso surge de repente en nuestra biografía y nos impacta violentamente. Quedamos conmocionados porque nuestra idea tácita de pensar que el mañana será idéntico al ayer ha sido refutada de manera tan rotunda como dramática. Y hasta que no somos capaces de explicarnos a nosotros mismos y a los demás qué es lo que ha sucedido, ni nuestra cabeza ni nuestro corazón pueden descansar.

Ahora bien, si la creación de sentido es tan importante para el ser humano debe haber un por qué. Y, con toda probabilidad, el motivo por el que existe es la necesidad de predecir los acontecimientos y así tener más oportunidades de sobrevivir: si hay sentido predecimos bien y sobrevivimos. Pero si no podemos ordenar los acontecimientos en secuencias coherentes, si no vemos sentido en las cosas, es infinitamente más difícil saber qué es lo que va a pasar, y por tanto nuestra supervivencia se ve cuestionada.

El problema es que si nos dejamos llevar por la fuerza que produce la necesidad de atribuir sentido, llegará un día en el que todo encajará perfectamente, uno en el que lo podremos explicar todo. Y ese día precisamente nuestras posibilidades de cambio personal se habrán igualado a cero, porque cualquier explicación absoluta elimina la necesidad de alternativas. La creatividad, el cambio, la innovación, los mundos alternativos, las posibilidades remotas y todos sus convecinos conceptuales se apoyan precisamente en las fisuras, en los cabos sueltos, en las explicaciones a medias y en las frases no concluidas.

La necesidad de sentido no debería ahogar esas preguntas sin respuesta que nos dan la vida.

Las moscas y el cristal de las ventanas

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Esas moscas que chocan una y otra vez contra los cristales de las ventanas constituyen una metáfora, triste aunque plástica, de la dificultad que el ser humano tiene para el cambio personal. Observándolas, uno tiende a pensar que lo hacen porque no ven el cristal o, lo que es lo mismo, porque hay un obstáculo real, no solo tangible sino muy duro, que no tienen capacidad para percibir. Es curioso que aún con la ventana abierta algunas de ellas persisten en el imposible empeño de atravesar el vidrio.

Quizá deberíamos pensar que tal vez un cristal que no vemos nos separa del logro de nuestros objetivos. Y quizá identificarlo o definirlo no haga que se disuelva, pero con toda seguridad puede ayudarnos a saber por qué nos planteamos una y otra vez los mismos objetivos sin conseguirlos, y nos puede dar pistas sobre cómo llegar hasta el extremo de la ventana, que evidentemente está abierta.

Una de las fundamentales causas de la existencia de ese grueso cristal es la forma que el ser humano tiene de percibir el exterior: pese a que nosotros pensamos que almacenamos información objetiva sobre la que tomamos decisiones fundamentadas, lo cierto es que lo que contiene nuestra memoria sirve, por encima de todo, al efecto de poder explicarnos a nosotros mismos y a los demás quiénes somos, es decir a narrar nuestra biografía. Y lo más importante, lógicamente, es que esa explicación tenga sentido. Por tanto a menudo cuando buscamos una explicación para un acontecimiento hacemos algo sorprendente, y es utilizar el grado de coherencia de la explicación como prueba de su veracidad. En otras palabras, si la forma de explicar un determinado hecho encaja con el resto de ideas que lo circundan, inferimos rápidamente que esa explicación es verdadera, en lugar de cuestionarla. Por tanto es el sentido global lo que nos hace colocar las piezas en el puzle de nuestra vida, y no la comprobación real de que las cosas son como pensamos. Porque el cerebro no registra hechos, sino que construye biografías. Por eso sería bueno cuestionarnos más las cosas en lugar de darlas por sentadas. Y por eso mismo también deberíamos pensar que, cuando creemos que no somos capaces de lograr algo, es muy probable que estemos escuchando una voz que intenta persuadirnos de ello simplemente porque nunca lo hemos intentado y porque al no encajar no tiene sentido. Si la creación de sentido es el objetivo fundamental de nuestro cerebro es muy posible que tengamos que acostumbrarnos a llevarle la contraria para tener una perspectiva más amplia sobre nuestros objetivos. Quizá así lleguemos a encontrar el lado abierto de la ventana para poder cambiar.

La lucha por el cambio está en crear nuevos sentidos, nuevas vidas.

Coctelería vital

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Es increíble lo que se puede lograr solo por pensar de manera diferente, por reconstruir nuestro guión vital. Hoy sabemos que algunas de las personas que han logrado cambios importantes en sus vidas ha sido, entre otras cosas, porque se han definido de manera diferente y han generado a su alrededor un entorno también diferente, en el que sus viejos hábitos y sus consecuencias simplemente no caben. En cierto sentido, por tanto, el cambio personal se hizo sostenible porque esas personas se habían convertido en personas diferentes.

Pero no hay que llegar tan lejos para darse cuenta de que incluso pequeñas redefiniciones de lo que nos acontece pueden lograr impactos importantes. En una investigación se dividió en dos grupos a un conjunto de universitarios de primer curso que no habían obtenido buenas calificaciones. Al primero se le dijo que sus bajos resultados eran consecuencia del proceso de entrada en la universidad, que muchos estudiantes los tenían como resultado de la adaptación, pero que lo esperable era que con el tiempo fueran mejorando. El otro grupo no recibió información ninguna. El resultado del estudio fue impactante: los estudiantes del primer grupo tuvieron mejores notas que el segundo, y tuvieron también una tasa más baja de abandono. Y eso que la sesión en la cual el primer grupo recibió la información duró únicamente treinta minutos.

Y así es que la forma en que narramos lo que nos pasa, la manera en la que etiquetamos los acontecimientos y los definimos como normales, buenos, malos o regulares, incide de manera decisiva en nuestra vida profesional y personal. El cóctel que bebemos a diario es el resultado de los ingredientes que mezclamos: si queremos un sabor diferente tendremos que empezar a pensar en mezclar ingredientes diferentes.

Coctelería vital: el arte de redefinir nuestra historia.

Extravagancias vitales y artes teatrales

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Los actores practican un hábito que es indispensable para el cambio personal. Y es ser capaces de transmutarse en personas que hacen lo que ellos normalmente no hacen. Incluso si nunca han buceado pueden ponerse un traje de buceo con solvencia suficiente, y si jamás han pelado siquiera una patata pueden convertirse en cocineros convincentes. Y mucho más: pueden reír cuando algo no les hace gracia y llorar ante algo para ellos neutro, y también pueden también amar u odiar a quien de suyo odiarían o amarían. Es el poder que les otorga la máscara. El personaje, que lejos de servir para ocultar al actor, le da poder para transmutarse y entrar en otros mundos donde le pasan cosas diferentes a las que experimenta en su vida cotidiana.

El resto de los mortales sufrimos de extravagancias vitales. Una extravagancia es algo que se sale del normal modo de proceder, y como todos tenemos un modo habitual en el que hacemos las cosas, tenemos también una resistencia natural a hacer las cosas de otra manera, e incluso en ocasiones sentimos un rechazo fóbico hacia algunas de ellas. Así, hay quien no comprende el hecho mismo de madrugar, como también hay profesionales a quien los números que normalmente acompañan a cualquier proyecto le producen una ansiedad inenarrable.

Pero si nos planteamos un cambio personal, y queremos cambiar nuestra película y a nuestro protagonista, que somos nosotros, tendremos muchas veces que comenzar por hacer justo lo que jamás hemos estado dispuestos a hacer, ya sea madrugar o aprender a interpretar balances y cuentas de resultados. No deja de tener sentido que, si de lo que hablamos es de protagonistas y películas, precisamente sean las artes teatrales quienes mejor puedan inspirarnos para la mejora profesional y personal.

Hacer lo que nunca hemos hecho: imprescindible para el cambio personal.