Cuando el último farero desaparezca

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La empresa va a dejar de contratar a personas que no sepan qué hacer con lo que saben. Este pensamiento, cada vez más extendido, nos traslada la inequívoca idea de que los profesionales no pueden ser islas en las organizaciones. Da igual la cantidad de medicina, ingeniería, leyes o economía que sepa una persona: si no sabe poner en juego lo que sabe, no resultará de ningún valor para la empresa.

Se podría hacer el ejercicio de pensar si hoy es posible ganarse la vida trabajando en completo aislamiento. El resultado, con toda seguridad, será que no: incluso los artistas que trabajan solitariamente en sus obras –visión romántica esta que es seguramente más fabulada que real- tienen que tratar con agentes, intermediarios, proveedores, clientes y, por supuesto, seguidores y críticos. Quizá los operarios que viven en los faros sean los únicos que trabajan aislados, así que cuando desaparezca el último farero del mundo ya no habrá excepciones: todas y cada una de las profesiones requerirán dominar una serie de habilidades esenciales con las que interactuar a lo largo de la cadena de valor.

Primero porque, mientras que las competencias ganan popularidad, el terreno de juego del conocimiento puro, proposicional o teórico, el “saber que”, cada vez es más reducido y, en muchos casos, menos importante. Quizá debido a que se encuentra por todas partes. 

Pero además porque si un profesional no conoce las reglas del juego del mercado y a los clientes y, más importante aún, si no es capaz de relacionarse eficientemente con otras disciplinas, profesiones y departamentos, será francamente difícil conectar su aportación con el resto de la organización. Y ello con independencia de si es un médico, ingeniero, un abogado o un economista. 

Es imprescindible cruzar la frontera de nuestras disciplinas.

Agilidad emocional

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Una de las cualidades que distingue a los profesionales altamente cualificados es una habilidad llamada agilidad emocional. La vida está hecha de altibajos, y por tanto las malas noticias, los problemas, las crisis y demás primos conceptuales están constantemente a nuestro alrededor. Por ello es más bien obvio que experimentaremos emociones negativas. La cuestión, y aquello en lo que se diferencian los profesionales excelentes, está en salir de ellas cuanto antes.

Como sabemos, vivimos en un mundo inventado por nosotros mismos, así que muchas de nuestras emociones negativas derivan de pensamientos que no coinciden plenamente con la realidad. Sin embargo, las vivencias emocionales que desencadenan sí son auténticas y por tanto tienen la capacidad de hacernos daño. Por último, sabemos también que al revivir una y otra vez la secuencia entre un pensamiento y una emoción, es más sencillo que esa cadena se vuelva a repetir, con la consecuente posibilidad de entrar en un bucle infinito de preocupaciones.

La agilidad emocional es un ejercicio puramente volitivo, e implica traer a la conciencia aquello que realmente debe estar en ella, librándonos rápidamente del anzuelo dañino que significan a nivel emocional las malas experiencias. Pase lo que pase hay que seguir adelante, sacudirse el polvo del camino y pensar en lo que debemos pensar, en lugar de precipitarnos al pozo de las preocupaciones y los lamentos. Es sano, pero sobre todo es práctico.

 La agilidad emocional es vital en la vida profesional, y por supuesto en la personal.

El infinito bucle de nuestras preocupaciones

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En los dibujos animados antiguos a veces un personaje se ponía a pensar sobre algo dando vueltas por su habitación, y de tanto caminar acababa creando un surco en el suelo. Por extraño que parezca, algo parecido nos pasa a nosotros cuando rumiamos improductivamente nuestras preocupaciones: que acabamos creando conexiones en nuestra mente de las que luego es difícil librarse.

Desde los tiempos de Hebb sabemos que aquellas neuronas que, como consecuencia de una conducta, se disparan en secuencia, refuerzan las conexiones entre ellas, y por tanto cuanto más se repite la conducta más fácil es que esa reacción en cadena se dispare de nuevo. En otras palabras, cuanto más repetimos un pensamiento más fácil es también que aflore a la conciencia. Pasa un poco como las bromas que forman parte de la vida de los grupos: al principio es necesaria toda una frase para desencadenar la risa, luego solo una palabra, y al final solo una mueca o un gesto dispara la carcajada.

Así, de igual manera que aquellos pobres dibujos animados no podían salir del surco que habían creado a base de caminar en círculo, tampoco nosotros vemos fácil cómo librarnos de un pensamiento negativo que hemos masticado durante horas o días.

Y lo peor, quizá, es que todos esos pensamientos repetitivos la mayoría de las veces no conducen a ninguna conclusión clara y, peor aún, además han revivido emociones negativas todas y cada una de las veces que se han disparado: un desastre.

El bucle de las preocupaciones es infinito, es mejor no entrar en él.

Esas emociones que son como muertos vivientes

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Desde hace tiempo sabemos que cuando el ser humano recuerda un episodio de su vida el funcionamiento del cerebro sigue un patrón bastante similar a cuando esa persona vivió realmente la situación. Por raro que parezca, da la sensación de que nuestras neuronas no parecen distinguir demasiado entre una vivencia y su recuerdo. Y uno de los aspectos más interesantes de este hecho tiene que ver con nuestra capacidad de autogestión emocional, en concreto con esas emociones que son como muertos vivientes.

La hipótesis es que como los pensamientos producen emociones, cuando recordamos una situación desagradable, al ser el recuerdo de lo sucedido ciertamente similar a su registro, lo que ocurre es que la emoción que se produce es básicamente la misma. Así por ejemplo, si hemos tenido una agria discusión en el trabajo y la recordamos al día siguiente, la emoción que experimentaremos será esencialmente similar. Y ese es el gran problema de recordar los sucesos negativos: que evocan emociones también negativas, y por tanto la persona se condena a revivir una y otra vez una serie de sentimientos desagradables que minan su bienestar, su serenidad y por supuesto su productividad.

Evidentemente algunas veces rememorar lo sucedido nos vale para valorarlo, para pensar cuáles fueron las causas y los efectos y tomar decisiones de cara al futuro. Pero muchas veces ese recuerdo es simplemente una rumiación obsesiva sin sentido en la que, como si fueran muertos vivientes, las emociones negativas despiertan de nuevo una y otra vez para perseguirnos y aterrorizarnos.

Deberíamos intentar olvidar las cosas malas que nos pasan: así de simple.

Nos creemos lo que pensamos

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Los seres humanos tenemos dos características que impactan constantemente en todo lo que hacemos profesional y personalmente, de las que apenas somos conscientes y que, sin embargo, tienen un impacto altamente significativo en nuestra vida. La primera, que no podemos evitar ser conscientes: no podemos apagar y encender la conciencia, salvo cuando dormimos. La segunda, que nos creemos lo que pensamos, y tomamos por realidad lo que no son sino representaciones mentales, en ocasiones ciertas pero muchas veces erradas.

La cuestión es que desde hace años sabemos que son los pensamientos los que generan las emociones, y no al revés. Así que cuando pensamos algo, como consecuencia, se desencadena automáticamente un determinado estado emocional.

Resulta muy interesante y, sobre todo, práctico, reflexionar sobre qué ocurre si el contenido de los pensamientos simplemente no es cierto. Por ejemplo, porque es una conjetura sin demasiado fundamento. O si es cierto, pero sólo en parte. O si es posible que sea cierto, pero no lo es aún. En todos esos casos y todos los que son similares, lo que ocurre es que las emociones que suceden a esos pensamientos son estériles. Lo más significativo de este hecho, lógicamente, tiene que ver con las emociones que son negativas. Con esos estados emocionales que nos importunan, que nos estorban, que nos hacen infelices e improductivos, y que consumen nuestro tiempo y nuestra energía, bienes tan escasos como preciosos.  Son emociones producidas, experimentadas y consumidas para nada.

No dejemos que las creencias erróneas malgasten nuestra energía emocional.

Gente antitóxica

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Hoy se habla mucho de la gente tóxica: esas personas que nos llenan de preocupaciones y ansiedad y que, en ocasiones, tienen el poder de mermar nuestra productividad. Por mucho que a veces pensemos que es un perfil endémico de nuestra organización, lo cierto es que se encuentra en casi todas partes. Y quizá lo más peligroso no es en sí su capacidad de envenenar a otras personas, sino que su modo de obrar, como todas las conductas, puede imitarse y propagarse a través de las conexiones sociales.

El poder de los grupos reside en la conexión entre sus miembros. Por eso es imprescindible formar nuestros equipos con gente antitóxica, porque las emociones y conductas positivas también se contagian. En un estudio realizado con un equipo de cricket se entregó a cada uno de los jugadores un dispositivo en el que podían registrar sus estados de ánimo. Lo que la investigación reveló es que existía un importante vínculo entre cada jugador y el resto del equipo, con independencia de si el partido estaba yendo bien o mal. En otras palabras las emociones pasaban de una persona a otra como si fueran corrientes eléctricas. Por otro lado, y como es esperable, los resultados eran mejores conforme más contentos estaban.

Un estudio ya clásico de Gallup mostró en su día lo importante que es tener un buen amigo en el trabajo: entre otros muchos efectos incrementa la probabilidad de recibir reconocimiento, contribuye al desarrollo, fomenta el compromiso con la calidad y facilita la adhesión a la misión de la compañía. Es verdad que el fundamental motivo para ir a trabajar no es hacer amigos, pero no lo es menos que tenerlos contribuye de manera significativa a la productividad y al bienestar.

Hay una relación clara entre el éxito de un equipo y las emociones que fluyen en él.

Conexión y felicidad

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Estamos tan acostumbrados al término red social que cuando lo escuchamos instantáneamente pensamos en Linkedin o Twitter. Pero lo cierto es que es un concepto que existía mucho antes, y que simplemente definía las relaciones que existen entre las personas. Y pensábamos que sabíamos mucho sobre ellas. Sin embargo, el trabajo de Christakis y Fowler ha abierto la puerta a una forma de estudiar las conexiones humanas que está revelando fenómenos sorprendentes. Por ejemplo, la relación que existe entre las relaciones personales y la felicidad.

Últimamente se han elaborado modelos matemáticos que muestran que, como la conducta es contagiosa, los seres humanos nos influimos unos a otros a través de las conexiones sociales. Uno de sus principios es que una conducta deja sentir su influencia hasta tres grados de separación. Y esto se observa en cuestiones tan complejas pero tan vitales como la felicidad. Así, si una persona está a tres grados de separación de otra que es feliz, su probabilidad de serlo es de un seis por ciento mayor. Y si son solo dos grados, la probabilidad aumenta hasta un diez por ciento. Pero si la conexión es directa, la cifra se incrementa hasta un quince por ciento. Esta increíble propagación de la felicidad se intensifica en las distancias cortas: si una persona tiene un amigo feliz que vive a menos de dos kilómetros de distancia, su probabilidad de ser feliz es de un veinticinco por ciento mayor. Por extraño que parezca, estos estudios se han hecho con poblaciones amplias, de hasta diez mil personas, y sus resultados parecen establecidos.

Como siempre, los amigos que realmente cuentan son los de verdad. Sobre todo los que están cerca.

Conexión y salud

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Acostumbramos a ver los efectos positivos de las conexiones personales de muchas formas. En las organizaciones, los equipos compensan internamente las fortalezas y debilidades de sus miembros, construyen colectivamente conocimiento y se adaptan orgánicamente la cadena de valor. A nivel personal nuestra familia y amigos nos dan afecto, nos apoyan y nos ayudan a tomar decisiones. Sin embargo, pocas veces se cita la relación que hay entre poseer una red social sólida y la salud. Y menos a ver el asombroso efecto que una tiene sobre la otra.

Uno de los estudios más extensos que se ha hecho sobre el efecto de las relaciones sociales sobre la salud analizó casi ciento cincuenta trabajos, que cubrían entre todos una muestra de más de trescientas mil personas. La investigación reveló que aquellos que tenían una red social sólida mostraban un aumento del cincuenta por ciento en la probabilidad de supervivencia respecto a las personas con mayor debilidad en su red social. Los resultados exponían que este efecto aparecía con independencia de otros factores como la edad, el sexo o la causa del fallecimiento. Según parece mostrar este interesante trabajo, una red social sólida es incluso más beneficiosa para la salud que otras claves que se han aportado, como pueden ser la práctica de la actividad física o la baja polución del aire.

Estar conectado es francamente saludable.

El virus de la conducta

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El lenguaje, las actitudes, los procedimientos, la forma de percibir la organización y, en general, todo lo que afecta a la dinámica de un equipo, son elementos que se propagan de un miembro a otro. Por eso en ocasiones el clima del grupo no es consecuencia en sí de agentes externos, sino de lo que surge y germina dentro de él.

Según nos dice la ciencia, da la impresión de que estamos hechos para imitar las conductas de los demás. Con independencia de si esto, como se ha sugerido, está relacionado con las neuronas espejo, lo cierto es que este hecho explica muchas de nuestras conductas cotidianas. Por ejemplo la aparición de expresiones comunes en nuestro lenguaje, el rápido auge en el consumo de algunos productos, o la propagación de la moda. El hecho de que los grupos sociales sean afines entre sí podría explicarse también por este fenómeno, si aceptamos que quizá esos grupos no eran similares en origen y que desarrollaron su similitud por contagio.

Pero lo que tiene más interés desde el punto de vista de la gestión es conocer el tipo de elementos que se pueden llegar a propagar a través de las conexiones humanas. Así por ejemplo, en un estudio se observó que si a un estudiante que llega a una residencia universitaria le asignan un compañero que sufre una ligera depresión, el recién llegado tarda menos de tres meses en deprimirse. Por otro lado, se sabe también que mientras que en general el matrimonio suma varios años a la esperanza de vida de una persona, una unión conflictiva puede acelerar el normal deterioro de la salud que se produce con el envejecimiento.

La conducta es contagiosa.

Energía y productividad: el rumbo vital

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Los seres humanos poseemos siete fuentes de energía para ganar el pulso a la vida y hacer realidad nuestros proyectos y sueños. Tres de ellas son físicas: el descanso, la nutrición y la actividad deportiva. Disponemos también de energía mental, energía emocional, y energía espiritual.

Y, por último, existe la energía que nos proporciona aquello que queremos ser, la que nos proporciona nuestro rumbo vital. Dice la investigación que hay tres claves que explican la felicidad humana: el sentido, la esperanza y el propósito. Mientras que el sentido es el esfuerzo que día a día hacemos para reconstruir nuestra experiencia de forma que encaje en nuestra biografía, la esperanza y el propósito nos mueven hacia adelante, hacia lo que pretendemos hacer y hacia lo que queremos ser. Por eso constituyen fuentes valiosas de energía.

La investigación nos muestra también que la reacción de la mente humana es diferente ante preguntas del tipo “por qué” que ante preguntas del tipo “cómo”. Las preguntas “por qué” movilizan el pensamiento hacia niveles elevados y hacia el futuro, mientras que las preguntas “cómo” lo llevan hacia niveles bajos y hacia el presente. Cuando nos planteamos por qué hacemos las cosas indagamos en lo que para nosotros es realmente esencial, en  el fin último que nos mueve y en el significado final que para nosotros tiene la existencia. No hay mejor fuente de energía para nuestros proyectos que relacionarlos con el sentido que para nosotros tiene estar en esta vida.

Muchas veces nos vemos superados por los problemas, agotados y carentes de energía, sumidos en trances de los que no sabemos cómo salir. En esos momentos es bueno preguntarse por los motivos que nos llevaron hasta ese punto, qué era lo que queríamos lograr, y cuál es el fin último de haber emprendido ese camino. A veces, la sola consideración de los motivos que nos impulsaron a emprender un determinado rumbo es suficiente para darnos fuerzas y continuarlo, por difícil o duro que sea.

Hay energía en los porqués.