Comer antes de decidir

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Es francamente sorprendente la cantidad de influencias con las que no contamos y que sin embargo nos afectan. Aunque no lo notemos, la comida influye en muchas variables de nuestra vida. En particular en nuestra fuerza de voluntad, que está relacionada con nuestra capacidad para la toma de decisiones, dado que cuantas más decisiones tomamos más disminuye nuestra fuerza de voluntad. Si además consideramos que la comida influye en la fuerza de voluntad, queda claro que decidir en ayunas es un mal asunto.

En un original estudio se intentó analizar en qué medida un grupo de jueces otorgaba la libertad condicional a un grupo de presos. Los jueces trabajaban toda la mañana, y se observó que, de media, aprobaban la libertad condicional en uno de cada tres casos. Lo curioso es que los que aparecían por la mañana tenían un probabilidad del 70 por ciento de obtenerla, mientras que por la tarde esta probabilidad disminuía a menos del 10 por ciento. Había dos pausas para el almuerzo y la comida, y los patrones observados también resultaban sorprendentes. Antes de cada una de estas pausas la probabilidad de obtener la libertad condicional era de aproximadamente un 20 por ciento, pero después del almuerzo o la comida esta probabilidad aumentaba a más del 60 por ciento.

Aunque este estudio pueda parecer sorprendente, todos reconocemos que cuando tenemos hambre estamos más débiles, a veces nos cuesta más acometer razonamientos complejos y en general estamos menos predispuestos a hacer esfuerzos. Si uno de ellos es tomar una decisión difícil, es claro que en algunas ocasiones nos decantaremos por no tomarla y dejar las cosas como están.

En definitiva , es preferible decidir con el estómago lleno.

Irracionalidad predecible

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Todos aprendimos de pequeños que los seres humanos somos animales racionales. Es decir, que la fundamental diferencia que nos separa del resto de criaturas que pueblan el mundo es que nosotros pensamos y ellos no. Se deduce de esto que, como somos racionales, tomamos decisiones también racionales. Si embargo, la creciente investigación sobre este tema parece arrojar una conclusión distinta: no pensamos tan bien como parece.

Irracionalidad Predecible (Predictably Irrational) es el título de un libro con el que el genial Dan Ariely nos ha enseñado que nuestras decisiones se dejan afectar por factores aparentemente nimios. Por ejemplo, en un estudio pidieron a un grupo de personas que escribieran tres motivos por los cuales querían a sus parejas, y a otro grupo que escribieran diez motivos. A continuación preguntaron a unos y a otros cuánto les querían. La sorpresa vino cuando observaron que el grupo que había anotado más motivos manifestaba tener menos cariño a su pareja que el otro grupo.

Es fácil creer que esa diferencia no se mantendría en el tiempo, y que fue la consecuencia de la momentánea entrada en la conciencia de un factor extraño, que es tener que pensar los motivos por los cuales una persona quiere a otra, algo sobre lo que no se suele meditar. Da la impresión que los del segundo grupo, a quienes posiblemente les costó encontrar diez razones, les resultó difícil afirmar que querían mucho a sus parejas si no eran capaces de encontrar tantos motivos. Pero lo realmente relevante es que, al menos durante un tiempo, el razonamiento de aquellas personas fue todo menos racional.

No somos tan racionales como creemos.

La conciencia y el comportamiento

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Nuestro campo consciente, que a diario cruzan miles de pensamientos, es responsable de muchas de nuestras acciones y también de nuestros estados emocionales. Dependiendo de lo que atraviese nuestra conciencia así sentimos, y así nos comportamos. A menudo resulta sorprendente cómo funciona esta relación entre la conciencia y todo lo demás. Como por ejemplo se mostró en un estudio en el que se pretendía averiguar si existía una relación entre la experiencia de la calidez física y la calidez interpersonal.

En el estudio, los participantes que sostuvieron brevemente una taza de café caliente tendieron a pensar que una persona con la que se entrevistaron tenía una personalidad cálida, al contrario que aquellos que sostuvieron una bebida fría. Lo sorprendente del caso es que, si bien es cierto que, físicamente, los participantes experimentaron calor o frío, es muy probable que esto apenas entrara en su campo de conciencia, y mucho menos que notaran que esa aparentemente leve introducción estaba afectando su juicio de un modo tan relevante.

A menudo desconocemos hasta qué punto ser conscientes de algo modifica nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y desde luego nuestra conducta.

El contenido de nuestra conciencia es crucial en nuestra vida.

Cambiar de diapositiva

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Uno de los objetivos que han perseguido las técnicas espirituales desde el comienzo de los tiempos es el control voluntario de la conciencia, es decir, desarrollar la capacidad para proyectar en el lienzo de nuestro campo consciente aquello que es positivo para nosotros. Ese es el pilar básico de la meditación, y por eso, en esencia, se trata de un ejercicio de retorno al objetivo de la concentración – habitualmente la respiración – cada vez que surge una distracción.

Con independencia de si es algo que se haya demostrado científicamente o no, es muy obvio que si una persona puede proyectar en su conciencia el contenido que le conviene, como si de una diapositiva se tratara, en lugar del que no le conviene, estará dotada de una importante ventaja en la vida cotidiana, tanto personal como profesional. Podrá concentrarse en una reunión sin que le distraiga el correo electrónico que se muestra en su ordenador, centrarse en conducir sin que le acosen pensamientos negativos acerca de un episodio desafortunado que acaba de experimentar, mantener su atención en un informe, libro o documento sin que su pensamiento vague de un lado a otro y tenga que releer constantemente las frases, y así sucesivamente.

La conciencia funciona de un modo semiautomático, y todos experimentamos constantemente que hay pensamientos que saltan a nuestro campo consciente de manera más o menos incontrolada. La capacidad de cambiar de diapositiva y volver a proyectar lo que es positivo y productivo para nosotros, como cuando se vuelve a la respiración en una sesión de meditación, es una capacidad que todos deberíamos desarrollar.

Imprescindible mantener en la conciencia lo que nos aporta valor.

Seres humanos rumiantes

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Es posible que los seres humanos seamos criaturas preparadas para vaticinar lo que ocurre, y que por tanto la predicción del futuro sea el único y verdadero motivo por el cual los seres humanos tenemos cerebro. Es también probable que, como la predicción del futuro está unida a nuestra supervivencia, estemos especialmente preparados para anticipar situaciones de peligro. Quizá por eso nuestra mente está en ocasiones tan llena de cosas terribles que la mayoría de las veces nunca llegan a pasar.

Es evidente que cualquier animal que tenga la capacidad de anticiparse al futuro, aunque solo sea unos minutos, puede ver incrementada de forma significativa su supervivencia, y es posible que por eso el ser humano sea la criatura más evolucionada de todas las que existen. El problema es que de tanto entrenamiento para ver peligros, a veces los vemos donde no los hay. En un estudio se pidió a un grupo de personas que escribieran potenciales desenlaces fatales de sus preocupaciones que, según ellos, podrían ocurrir en las próximas dos semanas. Los resultados del estudio fueron abrumadores: en el 85% de los casos ninguna de aquellas fatalidades llegó a ocurrir. Y, lo que quizá es más impactante, en la mayoría de los casos en los que las predicciones fueron correctas, las personas pudieron gestionar las distintas situaciones de una manera positiva. Es decir, tal y como cualquiera puede deducir si se detiene a pensar un poco serenamente, las cosas realmente malas rara vez ocurren.

Hace tiempo que los psicólogos llaman “rumiación” a este tipo de pensamiento recurrente, estéril y dañino al que muchas personas se entregan sin descanso. Masticar pensamientos negativos es estar alimentando constantemente la fuente de las emociones negativas, y generando una infelicidad gratuita que no conduce a nada.

Es mejor dejar de rumiar y concentrarse en lo que de verdad importa.

Pensar mejor para sentir mejor

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Uno de los factores que más afecta nuestra vida diaria son nuestras emociones. Por algún motivo en el fondo desconocido, nuestro estado emocional determina nuestro bienestar y felicidad casi por encima de cualquier otra variable. Por eso es tan importante saber cómo controlar la manera en la que nos sentimos. Lo cual, aunque parezca sorprendente, no debería ser tan difícil. 

Podemos tener algo de hambre, no haber descansado lo suficiente o padecer algún dolor, pero si estamos emocionados, ilusionados, o experimentando cualquier otro tipo de emoción positiva, todas esas dificultades pasan a un segundo plano. Sobre todo desde que Csikszentmihalyi conceptualizara la idea de flow sabemos que si estamos altamente implicados en una tarea podemos vencer al sueño, al agotamiento y a muchos otros padecimientos físicos.

Lo que a menudo nos cuesta ver es que esos estados emocionales dependen en gran medida del contenido de nuestra conciencia. Nos sentimos de una forma porque pensamos de una determinada manera. Una depende de la otra en ese orden, y no al revés. Y lo que con frecuencia tampoco tenemos en cuenta es que los pensamientos que tenemos pueden ser modificados voluntariamente, dado que lo que pensamos no es lo único posible, ni a veces lo mejor.

Muchas veces nos enterramos en cavilaciones acerca de nosotros mismos y de los demás que no solo son negativas en sí mismas, sino que son dañinas por las emociones que nos despiertan. Afirmamos rotundamente ideas que no están escritas en ninguna parte, asumimos como ciertas deducciones que son como mínimo dudosas, y profetizamos eventos como si realmente poseyéramos dotes adivinatorias, cuando en realidad no son sino conjeturas.

Hace tiempo que sabemos que someter a debate nuestros pensamientos, sobre todo los que nos hacen sentir mal, es una de las claves del ajuste psicológico y consecuentemente de la felicidad, tanto de la personal como de la felicidad en el trabajo.

Pensar mejor es sentir mejor. Sin duda.

La nueva comunicación

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Un informe señala que los ciudadanos en los países desarrollados consumen en torno a cien mil palabras todos los días. Es tan obvio como omnipresente el hecho de que, incluso en una era tan audiovisual como la nuestra, la palabra sigue siendo el medio de comunicación y representación de la realidad más extendido. Sin embargo, es mucho más interesante analizar cómo encaja la palabra en la creación de valor.

Hace mucho que el marketing tradicional ha pasado a mejor vida. En tiempos remotos la manera en que las marcas se comunicaban con su público era fundamentalmente informativa, pero luego rápidamente pasó a ser persuasiva. Se pretendía incitar al cliente a comprar creando una necesidad que no tenía.

Los tiempos han cambiado significativamente y las personas rara vez se dejan persuadir. El cliente de hoy es un cliente informado y exigente al que es difícil conquistar con rimas y frases hechas. Se calcula que más del noventa por ciento de los clientes hoy día quieren que las marcas produzcan sus anuncios en forma de historias. Por tanto, saber crear y contar una historia es una competencia más importante que nunca.

En un mercado donde los atributos de un producto no son un misterio, y se encuentran por todas partes, incluso enriquecidos por las redes sociales, han dejado de ser relevantes. Lo auténticamente importante es lo que un producto significa para un cliente, para su vida y para su identidad. En suma, cómo la historia que cuenta ese producto encaja en la biografía del cliente para el cual ha sido pensado.

Saber contar historias: más importante que nunca.

Colaboración en la diversidad

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En un mundo digital hiperconectado es cada vez más frecuente que las organizaciones y proyectos incorporen el talento allí donde se encuentra. Una consecuencia de ello es que, cada vez más, los equipos estarán constituidos por profesionales que provienen de distintos puntos geográficos, culturas y lenguas. El trabajo colaborativo en contextos de diversidad comienza a ser más la norma que la excepción.

Los beneficios de una adecuada gestión de la diversidad son múltiples. Así por ejemplo, la mayoría de los ejecutivos hoy día piensan que una plantilla diversa les ayuda a generar valor para una mayor variedad de clientes y mercados. El motivo es muy simple, y es que una plantilla donde abunda la diversidad es sensible a las necesidades y forma de ver el mundo de una variedad más amplia de clientes y potenciales clientes. Como es lógico suponer, estos ejecutivos piensan que la diversidad enriquece el talento de la organización y por tanto es una fuente de ventaja competitiva.

La primera lectura de este fenómeno es que las organizaciones tienen que aprender a gestionar todo tipo de diversidades, pero la segunda es que los profesionales tendrán también que desarrollar las competencias necesarias para trabajar colaborativamente en entornos diversos. Con el tiempo, esta habilidad será simplemente una más de las obligatorias en cualquier profesional.

La adecuada gestión de la diversidad comienza a ser un imperativo.

Gestionar la infoxicación

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Vivimos rodeados de información. Cada hora se generan mas de treinta mil sitios web y se suben a Internet unas tres mil horas de vídeo. El número de impactos informativos diarios que llega a cualquier ciudadano en un país desarrollado es de aproximadamente diez mil, y se calcula que los profesionales pueden invertir dos horas diarias procesando su correo electrónico, a pesar de que uno de cada tres emails se considera innecesario. En un mundo digital, la capacidad de gestionar la información es crítica.

La información siempre se ha considerado una ventaja. No sólo el hecho de poseerla y poder distribuirla, sino también la capacidad de reducir cualquier realidad a unidades de información que sean interoperables. Es decir, hoy no solo valoramos el hecho de poder informarnos libremente y de poder comunicarnos libremente, sino también la ventaja de poder digitalizar la realidad en la que vivimos, ya sean textos, imágenes, cálculos, operaciones, planos o cualquier otro fragmento de nuestro mundo.

Sin embargo, desde hace algún tiempo da la sensación de que la cantidad de información está comenzando a ser excesiva, y ya se habla de infopolución, e incluso de infoxicación e infobesidad. Hoy más que nunca (y en los años venideros más aún), la capacidad de los profesionales de gestionar la información localizando fuentes fiables, filtrando la que es verdaderamente relevante y ordenándola de modo que se facilite su acceso, se está convirtiendo en una competencia clave, con relativa independencia del sector en el que trabajen. Evidentemente, no es únicamente una cuestión de conocer los soportes de almacenamiento y las tecnologías que lo hacen posible, sino también de capacidades cada vez más necesarias, como puede ser el juicio crítico o la habilidad para generar nueva información relevante a partir de lo que se obtiene.

Una sociedad de la información requiere gestionarla eficazmente.

Aprender por nosotros mismos

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Los continuos cambios en el mercado están revolucionando la manera en que las organizaciones generan valor. En un mundo basado en la información, el contenido ya no se encuentra solamente en los lugares clásicos, sino que se ha descentralizado y está por todas partes. Por otro lado, la educación superior está gravitando claramente hacia una mayor responsabilidad por parte del estudiante, que es el profesional del mañana. La conclusión de todo ello es clara: la autonomía en el aprendizaje es un valor en alza.

Esto posiblemente no sea cierto para el desarrollo de habilidades, sobre todo las directivas, ni para las competencias de cierta complejidad, pero en el resto de los casos es cada vez más necesario que los profesionales sepan navegar en el universo informativo que les rodea para aprender por sí mismos. Esto implica el despliegue de otras competencias, entre ellas identificar qué es lo que necesitan aprender, dónde encontrarlo, saber cómo aprenderlo y por supuesto poder autoevaluarse.

Ya no podemos confiar en que siempre habrá alguien que notará nuestras carencias y hará esfuerzos por solucionarlo. En un mercado en creciente competencia, debido fundamentalmente a la globalización, aquellos profesionales que, a la formación que reciban en sus organizaciones, añadan otro tanto por sí mismos, tendrán muchas más posibilidades de crear valor, de desarrollarse plenamente y, consecuentemente, de lograr sus objetivos profesionales.

La autoformación es ya una competencia imprescindible.