Uno de los factores que más afecta nuestra vida diaria son nuestras emociones. Por algún motivo en el fondo desconocido, nuestro estado emocional determina nuestro bienestar y felicidad casi por encima de cualquier otra variable. Por eso es tan importante saber cómo controlar la manera en la que nos sentimos. Lo cual, aunque parezca sorprendente, no debería ser tan difícil.
Podemos tener algo de hambre, no haber descansado lo suficiente o padecer algún dolor, pero si estamos emocionados, ilusionados, o experimentando cualquier otro tipo de emoción positiva, todas esas dificultades pasan a un segundo plano. Sobre todo desde que Csikszentmihalyi conceptualizara la idea de flow sabemos que si estamos altamente implicados en una tarea podemos vencer al sueño, al agotamiento y a muchos otros padecimientos físicos.
Lo que a menudo nos cuesta ver es que esos estados emocionales dependen en gran medida del contenido de nuestra conciencia. Nos sentimos de una forma porque pensamos de una determinada manera. Una depende de la otra en ese orden, y no al revés. Y lo que con frecuencia tampoco tenemos en cuenta es que los pensamientos que tenemos pueden ser modificados voluntariamente, dado que lo que pensamos no es lo único posible, ni a veces lo mejor.
Muchas veces nos enterramos en cavilaciones acerca de nosotros mismos y de los demás que no solo son negativas en sí mismas, sino que son dañinas por las emociones que nos despiertan. Afirmamos rotundamente ideas que no están escritas en ninguna parte, asumimos como ciertas deducciones que son como mínimo dudosas, y profetizamos eventos como si realmente poseyéramos dotes adivinatorias, cuando en realidad no son sino conjeturas.
Hace tiempo que sabemos que someter a debate nuestros pensamientos, sobre todo los que nos hacen sentir mal, es una de las claves del ajuste psicológico y consecuentemente de la felicidad, tanto de la personal como de la felicidad en el trabajo.
Pensar mejor es sentir mejor. Sin duda.