Cualidades que suman (4/5): automotivación.

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Años de investigaciones sobre la motivación, particularmente en el mundo de la empresa y de la educación, han acabado por crear un espejismo que muchas personas asumen como válido pero que en realidad no está escrito en ninguna parte, y es que la motivación es algo que debe venir de fuera: de los jefes, de los profesores, o de los padres. A menudo se olvida que todas las personas tienen la capacidad de automotivarse. Y esa es, sin duda, una cualidad profesional que todas las organizaciones valoran. 

Tras descubrir y definir lo que es la motivación y su importante papel en el ser humano, la siguiente cuestión a resolver por la investigación era acerca de los mecanismos que hacen que una persona incremente su motivación. Por algún motivo en realidad difícil de conocer, resultó entonces que una buena parte del interés se centró en lo que se conoce como motivación extrínseca, que es la que proviene del exterior, olvidando que también existe la motivación intrínseca. Y ello provocó un error ampliamente generalizado: los jefes tienen necesariamente que motivar a sus colaboradores, los profesores a sus alumnos, y los padres a sus hijos. Y quizá por ello no abundan las personas que fijan sus propios objetivos, buscan sus propias motivaciones y avanzan a pesar de que nadie les aliente, e incluso cuando lo tienen todo en contra. 

La automotivación: una cualidad escasa pero ampliamente valorada.

Cualidades que suman (3/5): no plantear problemas irresolubles.

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Es muy evidente que, en un mundo ideal, todo podría ser mejor. Los clientes podrían tener más propensión al consumo, los departamentos podrían tener mayor presupuesto, podría haber profesionales más cualificados en ellos, se podría disponer de mayor tecnología, y así sucesivamente. Sin embargo, como lo real dista mucho de lo ideal, una de las características de los buenos profesionales, que sin duda las organizaciones valoran, es la capacidad de vivir en lo escaso, en lo incierto y en lo provisional.

El trabajo diario dista mucho de las condiciones perfectas, en muchos sentidos. Entre otras cosas porque lo que nuestra mente modeliza son ideas, abstracciones que en la teoría funcionan espléndidamente pero que, más veces que menos, se estrellan contra la cruda realidad. En ese contexto, hay colaboradores que tienen la tendencia a culpar a la organización de las circunstancias, exigiendo un entorno perfecto para trabajar. Afortunadamente, en el lado contrario están los que cuando plantean un problema también formulan una solución.

Son personas que son capaces de observar la realidad tal cual es y hacer su trabajo lo mejor posible en esas circunstancias. Estos profesionales no plantean problemas irresolubles, que son aquellos que caen fuera de lo que es posible acometer de manera realista, sino que, primero, tienden a operar dentro de las posibilidades reales de la empresa y, segundo cuando plantean un problema también plantean opciones y posibilidades para resolverlo.

Plantear a una organización un problema irresoluble es generar un conflicto inmanejable, que seguro brotará de la suma de las frustraciones generadas en quien quiere verlo resuelto y quien no puede resolverlo. Por eso es muy importante distinguir, por una parte y por otra, aquellas expresiones que responden a problemas reales, mensurables y resolubles, de aquellas que simplemente implican un desahogo por parte de quien las formula. Obviamente no pasa nada por desahogarse, todo lo contrario, en muchas ocasiones es altamente positivo. Pero confundir una expresión de liberación emocional con un problema real es altamente desaconsejable.

El éxito también está en escoger los problemas.

Cualidades que suman (2/5): No delegar las responsabilidades

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El éxito en cualquier sistema organizativo, ya sea empresa, institución e incluso familia, depende de que, en cada nivel de responsabilidad, cada persona se relacione con sus problemas y los gestione de la mejor manera posible. En este sentido, la delegación hacia arriba constituye un ejemplo de liderazgo ineficiente y un síntoma de mala gestión, pero es quizá peor la delegación hacia abajo de las responsabilidades. Porque, si bien lo primero contribuye a la inoperancia, lo segundo, además, inocula ansiedad y dificultades significativas en el equipo.

De la misma forma que los niños no deben vivir los problemas de los adultos, y por tanto es negativo que los padres hagan a sus hijos partícipes de sus apuros, es altamente desaconsejable que los directivos deleguen hacia abajo sus responsabilidades. Cuando esto ocurre, al no disponer los miembros del equipo de los medios adecuados para gestionar ese nivel de dificultad, gestionan de manera ineficiente y, además, liberan a su jefe de las tensiones intrínsecas a su cargo, asumiéndolas ellos. Con ello, al intentar resolver problemas que no les corresponden, se opera un proceso disfuncional que consiste en que los profesionales comienzan a trabajar para una persona en lugar de para una organización. En el extremo más grave la inversión del rol se cronifica, y los jefes se convierten en empleados y los empleados en jefes en cuanto a su responsabilidad, de la misma manera que en algunas familias los hijos acaban siendo padres de sus padres.

Inversión de la responsabilidad: un problema grave en las organizaciones.

Cualidades que suman (1/5): No delegar hacia arriba

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La relación entre un jefe y un colaborador está muy estudiada desde el punto de vista del primer rol, pues la investigación sobre el liderazgo es abundante dado su importante peso en el éxito de cualquier organización. Es menos frecuente escuchar reflexiones sobre qué competencias deben desarrollar los profesionales para maximizar su aportación al liderazgo y así sumar en lugar de restar. Una de ellas, francamente importante, es no delegar hacia arriba.

Oncken ya describió que hay colaboradores que cuando enfrentan problemas los delegan hacia arriba, como los monos se suben a las ramas altas de los árboles cuando tienen miedo. Este fenómeno suele tener dos consecuencias, ninguna de ellas positiva: la primera es que la persona que delega hacia arriba no aprende a asumir sus propias responsabilidades. Y la segunda, quizá mucho más importante, es que el jefe toma como propias responsabilidades que no le corresponden, y tampoco lleva a cabo lo que constituye su fundamental cometido. Si el fenómeno se generaliza es obvio que le resultará en una merma considerable de la productividad y efectividad de la organización.

Salvo los jefes más paternalistas, cualquier persona en un cargo de responsabilidad apreciará que sus colaboradores asuman sus responsabilidades y no deleguen hacia arriba sus preocupaciones. De esta manera cada uno se ocupa de lo que realmente es su cometido y aprende a gestionar la tensión provocada por los problemas que son inherentes a la gestión y a la dirección.

No seamos monos: responsabilicémonos de nuestros problemas.

Errores que aún persisten en la formación (5/5): inatención a los alumnos

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De la misma manera en que una empresa no puede existir sin clientes, un proceso de formación no puede existir sin alumnos. Y, al igual que en la empresa, ellos deben ser el foco de la acción del formador, el punto al cual se deben dirigir sus esfuerzos y los primeros en ser tenidos en cuenta. Por eso resulta sorprendente cómo en muchos procesos formativos se les desatiende sistemáticamente, lo que constituye el error más grave en la formación.

Por citar un ejemplo, en muchos casos se desatiende constantemente la idea de que en el aula existen alumnos distintos con distintos estilos de aprendizaje y que por tanto requieren que el formador utilice diversos métodos de enseñanza, pues esta es la única manera de que todos ellos permanezcan conectados al proceso de aprendizaje. Hay alumnos que aprenden escuchando, otros hablando, otros interactuando, y muchos otros solo aprenden cuando elaboran. Utilizar un solo método, por ejemplo la clase magistral o cualquier otro, es atender únicamente a un estilo de formación y desconsiderar los otros.

En otros casos, el formador olvida el hecho ampliamente demostrado de que mucho antes de una hora la atención de una persona que escucha a otra disminuye prácticamente a cero. Las excusas son variadas: falta de tiempo, abundancia de material, indivisibilidad del contenido, y una larga lista de motivos igualmente  discutibles. Llevar a cabo este tipo de planteamientos y otros similares evidencia que el objetivo fundamental del formador no es tener en cuenta a sus alumnos.

El mayor fracaso educativo es también el más obvio: desatender al alumno.

Errores que aun persisten en la formación (4/5):énfasis en el formador

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Décadas de constructivismo, de insistencia en que la enseñanza es un proceso de mediación, y de una larga serie de conceptos afines más, no han conseguido aniquilar la idea de que el formador es la pieza clave en la distribución del conocimiento. Así pues asistimos a diario a un error incomprensible en la formación, y es que las clases se siguen basando más en lo que el formador ha descubierto que en lo que deben descubrir los alumnos.

El conocimiento es un mundo ciertamente complejo, en el que cada paso que se da cuesta un esfuerzo ímprobo. Descubrir las ideas, comprenderlas, integrarlas en una estructura de conocimiento previa y, al fin, intentar que otra persona las asimile y acomode a sus propios esquemas, son tareas de una alta complejidad, tanta mayor cuanta más abstracción haya en el proceso. Quizá por ello muchos formadores intentan imponer sus propios procesos de adquisición de conocimiento a los alumnos en lugar de ayudarles a que sean ellos mismos quienes descubran la realidad de su mano.

Tal vez por ese motivo muchos formadores no cuidan su presencia escénica, hablan sin intención real de impactar, y miran más al interior de su mente que a los rostros a veces perplejos y agotados de sus alumnos. En el peor de los casos, tras ahogar a los alumnos bajo masas de material comunicado, como hubiera dicho Dewey, se les anima a formular preguntas con el único objetivo de permitir al formador seguir hablando de sus descubrimientos, y por tanto a seguir informando en lugar de formar.

No nos entra en la cabeza: el protagonista es el alumno.

Errores que aún persisten en la formación (3/5): la metáfora de la comunicación.

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Por algún extraño motivo nunca suficientemente explicado, en algún momento de la historia se equiparó la formación a la comunicación. De hecho, muchas personas, sorprendentemente, aún piensan que un buen formador lo es porque es un buen comunicador. Es verdad que el aprendizaje por recepción, y por tanto los métodos transmisivos han de tener su lugar en la formación, pero ni son los únicos ni, a veces, los más importantes.

Como ya se escribió el siglo pasado, pese a la evidencia abrumadora que dice lo contrario, se sigue suponiendo que si una persona dice algo a otra, ésta ya lo sabe. Desafortunadamente, la metáfora de la comunicación sigue estando frustrantemente extendida. Por no hablar de la fe ciega en las presentaciones con diapositivas como herramienta predilecta para elaborar y difundir conocimiento.

Sería interesante reflexionar sobre cómo una persona puede contribuir a la formación de otra sin apenas hablar. Por ejemplo, promoviendo su diálogo y elaboración interna solo o en compañía, realizando ejercicios o problemas, debatiendo para defender sus ideas, enfrentándole al desarrollo de un proyecto, o simplemente invitándole a leer y a sacar sus propias conclusiones. En todos esos casos el formador no es un comunicador, sino un gestor del aprendizaje. Evidentemente es altamente probable que cada alumno saque sus propias conclusiones, que no coincidan entre sí y que, por supuesto, tampoco coincidan con las del formador.

Porque, una vez más, la formación no es comunicación.

Errores que aún persisten en la formación (2/5): la metáfora de la película

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Con la invención de la imprenta el ser humano dio un paso de gigante en cuanto a la producción y distribución del bien más preciado que posee la humanidad, que es el conocimiento. Sin embargo, con el advenimiento del libro como herramienta predilecta para la elaboración y difusión de las ideas, y dado que en un libro el contenido fluye de manera ordenada, se cayó en un error histórico, y es que el conocimiento también debe adquirirse de manera lineal.

Quizá por ese motivo seguimos pensando que la formación es un proceso en el que se muestran unas ideas en orden sucesivo, como si de una película se tratara. Esta tendencia se evidencia a menudo en los verbos que algunos formadores usan para referirse a lo que hacen: “vamos a ver esto”, “os cuento lo otro”, “esto lo paso rápido”, o “vamos a dar algo más de materia”. Ni “ver”, ni “contar”, ni “pasar” ni “dar” son sinónimos de aprender.

Cuando un grupo de adultos entra en un entorno de aprendizaje cada uno lleva consigo el relato de su propia vida en el conocimiento, y por tanto es de una apabullante lógica que el esquema lineal que haya diseñado el formador, por sofisticado que sea, no va a encajar nunca en los requerimientos que en ese momento tengan todos y cada uno de los participantes. Muy al contrario, cada persona aprenderá según su estilo y necesidades, en un proceso que con alta probabilidad nada tendrá de lineal.

Dejemos las películas para el cine.

Errores que aún persisten en la formación (1/5): la excesiva fe en la teoría

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Uno de los errores incomprensibles, pero no por eso menos comunes, en el mundo de la formación, es relativo a la manera que entendemos lo que es la teoría. A menudo se nos olvida que la teoría es una abstracción mediada de la realidad, un artilugio ciertamente sofisticado que condensa un fragmento del saber en una modelización que representa la realidad, pero que a menudo no puede explicar lo que de verdad ocurre.

Pese a ello, seguimos confiando en enfoques formativos poco demostrados que son improductivos y que cada vez resultan más anacrónicos. Por ejemplo, la idea de que siempre tiene que haber una introducción o una definición antes de entrar en el nudo conceptual de un contenido. O, también, la idea de que el conocimiento declarativo o proposicional, la teoría, debe comprenderse completamente antes de acometer la práctica. O, peor aún, la idea de que la teoría es más importante que la práctica, y por tanto debe ocupar mucho más tiempo a lo largo de un programa formativo.

Sin embargo, como cualquier observación accidental puede fácilmente evidenciar, la mera traslación de un fragmento teórico de una persona a otra no genera aprendizaje. Ni siquiera aunque esta última persona haya llegado a una comprensión –incluso profunda- de los conceptos que está aprendiendo. Porque las teorías, aún coherentes y bien ensambladas, representan la realidad pero no la sustituyen. La teoría es la teoría, y la realidad es la realidad. Por tanto, sin aplicación práctica, ningún conocimiento teórico será nunca verdaderamente relevante.

La teoría solamente es teoría.

Cualidades de los buenos jefes (5/5): no mienten.

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Entre los peores defectos que han inventado las personas está la mentira, sin duda. Pero también es una de las grandes tentaciones que surgen constantemente en nuestro camino. El ser humano, quizá por encima de todo, es un gran contador de historias, tal vez porque su cualidad más recurrentemente necesaria es la de dar sentido a su propia existencia. Por eso nos resulta tan fácil mentir. Y por eso una de las cualidades más dignas de valoración en un buen jefe es decir la verdad.

Los buenos jefes son sinceros. No ocultan las cosas. No mienten. Es cierto que a veces absorben la incertidumbre para que podamos trabajar con cierta tranquilidad (otra gran cualidad del buen liderazgo), pero no tergiversan los hechos ni esconden información relevante. Leen la realidad de un modo objetivo y nos la trasladan como es, tanto en las buenas épocas como en las malas. Es cierto también que en general son optimistas y por tanto su mirada hacia el fututo siempre tiene un halo positivo, pero eso es porque confían en sus propias capacidades. Pero no es característico de un buen líder ni la insensatez propia de quien hace caso omiso a los peligros ni un exceso de optimismo y positividad. Los buenos jefes leen la realidad de modo equilibrado y la trasladan de forma comprensible y nítida.

La transparencia es una gran cualidad del buen liderazgo porque cuando las personas sienten la mentira su ruta se vuelve incierta. Ya no saben lo que es verdad y lo que no, y de repente el terreno se vuelve movedizo e inestable.

El amor a la verdad es una cualidad ineludible en el liderazgo.