Con la invención de la imprenta el ser humano dio un paso de gigante en cuanto a la producción y distribución del bien más preciado que posee la humanidad, que es el conocimiento. Sin embargo, con el advenimiento del libro como herramienta predilecta para la elaboración y difusión de las ideas, y dado que en un libro el contenido fluye de manera ordenada, se cayó en un error histórico, y es que el conocimiento también debe adquirirse de manera lineal.
Quizá por ese motivo seguimos pensando que la formación es un proceso en el que se muestran unas ideas en orden sucesivo, como si de una película se tratara. Esta tendencia se evidencia a menudo en los verbos que algunos formadores usan para referirse a lo que hacen: “vamos a ver esto”, “os cuento lo otro”, “esto lo paso rápido”, o “vamos a dar algo más de materia”. Ni “ver”, ni “contar”, ni “pasar” ni “dar” son sinónimos de aprender.
Cuando un grupo de adultos entra en un entorno de aprendizaje cada uno lleva consigo el relato de su propia vida en el conocimiento, y por tanto es de una apabullante lógica que el esquema lineal que haya diseñado el formador, por sofisticado que sea, no va a encajar nunca en los requerimientos que en ese momento tengan todos y cada uno de los participantes. Muy al contrario, cada persona aprenderá según su estilo y necesidades, en un proceso que con alta probabilidad nada tendrá de lineal.
Dejemos las películas para el cine.