Cuatro ideas sobre la escucha: #2 La contraproducente costumbre de interrumpir

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Desde la más remota y tierna infancia, cuando la madre llena con sus palabras las pausas que el bebé hace mientras se alimenta, el ser humano debería comenzar a aprender algo que está en la base de la comunicación humana, del diálogo productivo y hasta de la democracia, que es que una conversación es cosa de dos. Uno habla mientras el otro escucha, y luego al revés. Sin embargo, hay quien aún no ha adquirido la productiva costumbre de no interrumpir a quien habla.

Las personas que interrumpen a su interlocutor acaso no se dan cuenta de las implicaciones que conlleva esa conducta. La primera es, simplemente, que las constantes interrupciones denotan falta de respeto. Cuando alguien habla hay que escucharle, es una norma social básica y esencial. Interrumpir constantemente implica que quien lo hace piensa que sus ideas son más importantes o más urgentes que las de su interlocutor.

La segunda es no darse cuenta de que a cualquier persona se le ocurren cosas mientras escucha. Sin embargo, lo que diferencia a las personas que saben escuchar es que son capaces de recordarlo hasta que pueden intervenir. 

La última implicación es quizá la más importante, porque tiene que ver con la propia capacidad de aprender de quien interrumpe. Y es que nunca se sabe cuando alguien que habla va a decir algo realmente inteligente, innovador o sugerente. Quien interrumpe zanja con un rotundo gesto la posibilidad de que quien le habla ilumine su sendero con ideas que podrían serle realmente interesantes.

Una de las claves del buen escuchar es, simplemente, no interrumpir.

Cuatro ideas sobre la escucha: #1 El poderoso atractivo de los que escuchan

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Por algún motivo en el fondo desconocido da la impresión de que el ser humano está más preparado, o más motivado, para hablar que para escuchar. Algo sorprendente, puesto que es una tendencia que ciertamente dificulta nuestras posibilidades de aprender. Es posible que se deba a que mucho de lo que decimos en el fondo nos lo decimos a nosotros mismos, y a que incluso a nosotros mismos nos cuesta aclararnos. Sea como sea, aquellos que escuchan se han convertido en una preciosa rareza dotada de un poderoso atractivo.

Uno de los más potentes reforzadores que existen es la atención. Mirar a una persona, sonreírle o pronunciar su nombre son conductas que ejercen un influjo considerable. Quizá porque los seres humanos somos animales sociales, o bien porque son manifestaciones de ese sentido de pertenencia que ya nos dijo Maslow que nos resultaba tan esencial. Y la escucha es, posiblemente, uno de las mejores formas de demostrar a una persona que se le está prestando atención. 

No hace falta ningún tipo de estudio científico para percatarse de que, quizá con excepción de quienes experimentan dificultades de relación social, ser oído es algo perseguido por la mayoría de las personas. Cuando somos escuchados percibimos que nuestro pensamiento importa, que somos divertidos o que nuestras ideas son originales. En definitiva, sentimos que estamos integrados en la comunidad que nos rodea. 

Por eso las personas que escuchan resultan tan atractivas: porque poseen un escaso don que tiene la particularidad de magnetizar a todos los que tienen necesidad de hablar, que somos casi todos.

Motivo importante para aprender a escuchar: el éxito social.

Presentaciones desafortunadas: la diapositiva de “muchas gracias”

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Al igual que el comienzo, el final es uno de los momentos más delicados de cualquier conferencia. Por motivos desconocidos, con el advenimiento de las presentaciones con diapositivas se instaló una costumbre, hoy ya desfasada pero impertinentemente arraigada, que es la de colocar al final de una charla una diapositiva donde se lee “muchas gracias”. 

Cuesta averiguar para qué puede servir una diapositiva de ese tipo. Dado que normalmente el orador dice “muchas gracias” al final de su charla, resulta chocante que además ese mismo mensaje aparezca escrito, como si el público tuviera dificultades para comprender lo que el conferenciante ha querido decir con esas dos simples palabras.  

Puede alegarse que es una diapositiva que marca el final de la conferencia, pero en ese caso aparece el riesgo de que el orador, asegurada la forma de finalizar su charla, descuide la preparación de uno de los momentos más importantes de cualquier conferencia, que es precisamente el final.  

Desde tiempos remotos sabemos que todas las narraciones tienen un comienzo, un nudo y un desenlace. Y ese desenlace, el final del discurso, ha de ser elaborado y ha de tener identidad propia. Bien porque establece una serie de conclusiones, bien porque resume y potencia el mensaje central, bien porque cierra el círculo enlazando con la introducción, y así sucesivamente.  

Descuidar todas esas fórmulas y colocar simplemente al final de una presentación una diapositiva de “muchas gracias” por todo final, equivale a truncar el mensaje bruscamente, desaprovechando además una valiosa oportunidad para generar la memorabilidad que normalmente genera un final rotundo.   

En una conferencia, como en el cine, el final debe ser memorable. 

Presentaciones desafortunadas: hablar a la pantalla

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Uno de los efectos más sorprendentes del uso de la tecnología en la oratoria es el efecto que ejerce en el conferenciante las propias imágenes que utiliza. En muchos más casos de los que sería deseable, el orador se ve magnetizado por su propia pantalla y, unas veces porque quiere señalar algo y otras porque necesita apoyarse en lo que se está mostrando, comienza a girarse hacia ella perdiendo el contacto con su público. 

Junto con pronunciar su nombre y establecer contacto físico, mirar a los ojos de una persona es una de las acciones más poderosas que existen para llamar su atención. Por eso desde tiempo inmemorial se recomienda a los oradores que realicen barridos visuales para que sus charlas sean inclusivas. El objetivo último de esta técnica es que todas y cada una de las personas sienta que el conferenciante se dirige a ella. Cuando esto no ocurre, cuando los espectadores que no se sienten mirados, y por tanto no se sienten incluidos, acaban por desconectarse.  

De manera completamente sorprendente, algunos oradores llegan a hablarle a la pantalla, convirtiendo su superficie en el objeto de su intervención. Algunos incluso llegan a darle la espalda a su público.  

Una de las tareas más difíciles en una presentación es acostumbrarse a no mirar a la pantalla, algo que se puede lograr fácilmente monitorizando la imagen, como los músicos monitorizan el sonido. Sin mirar directamente a la pantalla, el conferenciante debería saber qué es lo que se está proyectando. Y, en el caso de que deba señalar algo, esa acción debería ser momentánea y puntual, para no perder contacto con su público. 

No le hablemos a la pantalla: jamás aplaudirá.

Presentaciones desafortunadas: el protagonismo de las diapositivas

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Una presentación es un acto único. Es una pieza narrativa ensamblada que se dirige a un conjunto de espectadores. Es como una película. La presentación de diapositivas es únicamente un apoyo, un potenciador de fuerza interpretativa que debe fusionarse dinámicamente con el orador. Por eso, voz e imagen deberían ser uno.

Es tan chocante como inadecuado ver a oradores que, al contrario de lo que debería ser, se convierten en el apoyo de sus diapositivas, de tal forma que estas podrían existir perfectamente sin ellos, desequilibrando esa simbiosis que debería haber entre uno y otro.

En algunos casos, el conferenciante habla explícitamente de lo que se puede ver en una u otra diapositiva, convirtiéndose en una especie de leyenda o puntero para ellas, que se convierten entonces en las verdaderas protagonistas, como si tuvieran una entidad propia y el orador estuviera allí únicamente para servirles de ayuda.

Orador e imagen, y en su caso sonido, deberían ser uno. Deberían interactuar dinámicamente en una integración simbiótica de igual manera que en una obra de teatro todos los actores y el atrezzo evolucionan fluida y armónicamente.

Las diapositivas son únicamente un apoyo: el protagonista es el orador.

Presentaciones desafortunadas: “esto me lo salto”

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Una de las claves irrenunciables del éxito en cualquier presentación son los ensayos. La única forma que un orador tiene de asegurar que le va a dar tiempo a cubrir todos los contenidos que tiene previstos es situarse frente a una audiencia imaginaria y verbalizar todos y cada uno de los aspectos que va a desarrollar. Ensayar no es, por tanto, pasar una serie de diapositivas evocando mentalmente el resumen de cada una. 

Una presentación de impacto es un pacto con la audiencia. Tácitamente se supone que el orador ha incorporado todos los elementos de alta intensidad que requiere su mensaje en el tiempo que le han dado, y por tanto no debe haber contenido innecesario o irrelevante.  

El problema surge cuando el orador se da cuenta de que está invirtiendo más tiempo del que tiene, en general por falta de ensayo, y se ve forzado a reducir contenido. En esa situación, muchos conferenciantes recurren a “saltarse” diapositivas, dando la consecuente imagen de improvisación, trasladando la idea de que ese contenido estaba colocado ahí con la única misión de ocupar espacio y tiempo y, lo que es más significativo, rasgando la tela de la continuidad y forzando al espectador a cruzar el abismo que hay entre los puntos narrativos anterior y posterior. Si las transiciones entre las distintas partes de la conferencia están bien hechas, suprimir un contenido produce un salto narrativo que genera confusión y da mala impresión. 

Dejemos los saltos para los deportes. 

Presentaciones desafortunadas: falta de hilo argumental o mensaje

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Una conferencia es, por encima de todo, una historia. Y desde tiempos inmemoriales, las historias tienen introducción, nudo y desenlace. Y ese desenlace es el mensaje que quiere trasladar la conferencia: puede ser una llamada a la acción, una moraleja, un descubrimiento científico, un dato o conclusión de gran trascendencia, y así sucesivamente. Una conferencia sin mensaje es como una historia sin desenlace. 

Entre los errores narrativos más significativos de una conferencia hay dos que brillan con luz propia: en primer lugar, aquellas charlas que carecen de hilo argumental. En ellas, el conferenciante va pasando de unos datos a otros o de unas ideas a otras sin que se vea claro a dónde quiere llegar. En algunos de los casos la charla se convierte en un aluvión de conceptos que son disparados hacia la audiencia sin aparente orden lógico o argumental. Los saltos conceptuales son frecuentes, y con ellos ocurren constantes conexiones y desconexiones de la audiencia. 

En segundo lugar, aquellas conferencias en las que no se sabe lo que, en el fondo, el orador quiere decir. Se comprende lo que dice pero se desconoce lo que persigue con ello. La mayoría de los oradores se centran en el qué de sus conferencias, muchos menos en el cómo, y comparativamente muy pocos en el por qué.  

En ambos casos son intervenciones que, con independencia de su valor de entretenimiento, no dejan huella porque no permiten al espectador integrarse fluidamente en la narración, o bien porque no aportan ninguna reflexión o aprendizaje. 

Las conferencias son historias, y como historias deben ser contadas y finalizadas. 

Presentaciones desafortunadas: introducciones innecesarias

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La extensa y profunda historia de la cultura ha provocado, al menos en occidente, una costumbre de la que es difícil librarse, y es que todo tema tiene su introducción, de la misma manera que una comida debe tener su aperitivo. De lo que muchos oradores no se dan cuenta es que esas introducciones son innecesarias, y en su gran mayoría inoperantes porque alejan al público del contenido que quiere escuchar.

En la cultura occidental estamos muy acostumbrados a comenzar cualquier tipo de contenido por una definición, un prólogo, una serie de conceptos básicos o cualquier otro tipo de preámbulo. Muchos oradores no se dan cuenta de que esas introducciones, precisamente por su carácter básico, general o teórico, no logran suscitar suficiente interés por parte del público. Esa situación es agravada, además, si en su introducción el orador solapa el contenido sobre el que comienza a hablar con el que va a acometer justo a continuación, con lo que genera una redundancia que de nuevo erosiona el potencial cautivador de su charla.

En la amplia mayoría de las conferencias los asistentes buscan que se les lleve cuanto antes al núcleo esencial de lo que va a ser comunicado. Los oradores deberían por tanto entender que el camino que ha llevado a un determinado contenido es una cosa y el contenido en sí mismo es otra. Y que, lógicamente, lo segundo puede, y en la mayoría de los casos, debe, existir sin lo primero.

Dejémonos de introducciones y vayamos al grano.

Presentaciones desafortunadas: comienzos inadecuados

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Muchos profesionales afortunadamente han comprendido ya que una de las claves de la oratoria es la preparación, y concretamente el ensayo. Sin embargo, a menudo el comienzo de la presentación queda fuera de esa idea y se improvisa, desluciendo en ocasiones uno de los momentos críticos de cualquier charla, que es el de la primera impresión.

Algunas veces el orador comienza su conferencia por el clásico y bastante pasado de moda agradecimiento a los organizadores, sin comprender que en la mayoría de las ocasiones es un contenido sin mayor interés para su público. En el peor de los casos, ese agradecimiento se improvisa, con lo que además de poco interesante resulta poco eficaz. No es que no se pueda o deba agradecer una invitación a participar como ponente en un foro, es que en la mayoría de las ocasiones el comienzo no es el momento más indicado.

En otros casos, el orador comienza a hablar de sí mismo, bien porque no le han presentado o bien porque sí lo han hecho e intenta establecer un puente entre lo que ha escuchado y la charla que va a impartir. De nuevo, como muchas veces esos fragmentos no se ensayan, causan una sensación de improvisación en un momento particularmente importante, como es el de plasmar de una manera meridianamente clara cuales son los atributos esenciales de su imagen de marca.

A veces lo que ocurre es que, por falta de preparación y ensayo, esos y otros comienzos improvisados en una charla se extienden en el tiempo mucho más de lo necesario, haciendo que el público pierda el interés porque ve que no se acomete el contenido que espera.

La única manera de evitar estos y otros errores es considerar la introducción como una parte más del discurso, y prepararla y ensayarla incluso más que el resto de la charla, dado su importante papel en generar una primera impresión que capte la atención del público y lo dirija rápidamente hacia el mensaje.

Es mucho más difícil captar la atención después de un comienzo improvisado.

Cuatro ideas sobre el miedo: #4 Miedos bloqueantes

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Es muy evidente que en una situación de peligro inminente hay poco tiempo para pensar. Someter al raciocinio y a la lógica un momento de vida o muerte puede suponer que, en mucho menos tiempo del que dura la deliberación, se precipite un desenlace de consecuencias fatales. Por eso muchas reacciones ante los peligros se dan sin apenas participación de la corteza cerebral, que es lo que nos hace específicamente humanos. Y ahí radica uno de los problemas que plantea el miedo. 

En una situación de miedo intenso el organismo humano no se puede permitir el lujo de ponerse a reflexionar, a sopesar pros y contras, o simplemente a valorar la pertinencia de luchar o huir. Si hiciéramos eso no habríamos durado tanto sobre la faz de la Tierra. Las personas, como todos los animales, reaccionan instantáneamente ante los peligros, y de ese automatismo se deduce que en una situación de miedo intenso el acceso a la corteza cerebral que es, básicamente, con lo que pensamos, está restringido. 

Por eso los miedos resultan bloqueantes. Y por eso los temores infundados son tan peligrosos. No solo porque nos hacen vivir emociones negativas de manera gratuita y superflua, sino porque si se dan en intensidad suficiente pueden resultar paralizantes, porque nos impiden pensar. 

El miedo, al igual que otras muchas emociones negativas como la vergüenza, la ira o la soledad, tiene la capacidad de interferir entre las personas y sus objetivos porque produce un bloqueo del que es difícil salir.  

Lo mejor es sacudirse el miedo cuanto antes para seguir avanzando.