Cualidades de los buenos jefes (4/5): nos desafían.

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Las personas trabajamos en las organizaciones por muchos motivos, pero atendiendo al ya clásico modelo de la jerarquía de necesidades que dibujara Maslow hace ya más de cincuenta años, es muy probable que uno de ellos sea la auto-realización. Sin embargo, es muy probable que para realizarnos necesitemos retos cada vez mayores. Y de ahí nace una paradoja que los buenos jefes resuelven de manera formidable.

La paradoja consiste en que por un lado necesitamos auto-realizarnos, y por tanto precisamos de esos retos crecientes, y por otro adolecemos de la impertinente resistencia del ser humano al cambio. Es como si no nos gustara algo que necesitamos. Vivimos plácidamente en nuestra zona de confort, pero sin embargo cuando por algún motivo inesperado somos catapultados fuera de ella, al final del proceso en general agradecemos haber pasado por la experiencia.

Los buenos jefes nos desafían. Nos piden cosas que aparentemente no sabemos o no podemos hacer. Por eso con los buenos jefes crecemos. Nos hacen desarrollarnos, porque de alguna forma hacen que nos esforcemos por superar retos que aparentemente están fuera de nuestro alcance.

Los buenos jefes nos sacan de nuestra zona de confort.

Cualidades de los buenos jefes (3/5): tienen un meta-modelo.

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Las personas que viven dentro de una organización tienen un modelo mental de la misma y de su función en ella. Dependiendo de lo eficiente que haya sido la organización para comunicar su misión y visión, y de lo integrado que se sienta cada miembro, así serán de convergentes o divergentes estos modelos. Una de las cualidades poco exploradas de los buenos jefes es que poseen meta-modelos.

Alguien sabio dijo que uno de los pilares del buen liderazgo es la identificación del bien común. Y es muy cierto que si las personas que trabajan en un proyecto no perciben que en él hay algo para ellos, es muy difícil que se motiven e involucren. Las cosas funcionan cuando cada uno se identifica con el rumbo común y además siente que sus habilidades son necesarias para llevar el proyecto a buen término. En definitiva, cuando la idea que tiene cada uno de lo que significa su contribución a la organización está contenida en la idea global que tiene quien la lidera.

La complejidad que implica esta capacidad es importante, pues la variedad de opiniones y habilidades dentro de un equipo tiende prácticamente al infinito, tanto más cuanto más grande sea la organización, diversos sus departamentos o menos definida sea su misión. Por eso esa cualidad que tienen los buenos jefes de dibujar esquemas en los que caben los modelos individuales de cada uno de los miembros del equipo es admirable.

En la idea de un buen jefe caben las de todos.

Cualidades de los buenos jefes (2/5): nos hacen sentir bien.

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Una de las cualidades menos mencionadas de los buenos jefes es lo bien que nos hacen sentir. Son personas positivas que parecen conocernos muy bien, que despiertan lo mejor que hay en nosotros y que confían en nuestras capacidades. Crean un clima de empatía, tranquilidad y sincronía interpersonal que nos hace sentir a gusto.

Algunos jefes son víctimas de sus inseguridades, otros son conscientes de sus graves limitaciones, mientras que algunos más no perciben sus ineficiencias o bien son desconfiados y temerosos. Todos ellos transmiten a las personas que trabajan con ellos ansiedad y discordia, y en general crean un mal ambiente. Nadie quiere ser un mal jefe, y por tanto muchos de ellos no saben que lo son, bien porque no son conscientes o bien porque no están dispuestos a admitirlo. A pesar de ello, sus colaboradores sufren sus consecuencias. Por el contrario, los buenos jefes son personas seguras de si mismas, confían en su visión y en sus capacidades, y son optimistas respecto al futuro. Esto crea un ambiente positivo en el que los trabajadores se sienten a gusto.

No se trata de discutir sobre si el ejercicio del liderazgo, en sí, debería provocar la felicidad por la felicidad, sino de admitir que para que las personas trabajen bien es necesario que se sientan bien. Es difícil que un trabajador sea productivo si tiene un jefe que genera emociones y sentimientos negativos.

Los buenos jefes son una de las causas de que nuestro trabajo nos guste.

Cualidades de los buenos jefes (1/5): saben dónde ir

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Los buenos jefes no abundan tanto como nos gustaría. Se calcula que más de la mitad de los trabajadores preferirían un mejor jefe a un aumento de sueldo, y no es de extrañar. Los jefes influyen en casi todo lo que hacemos, porque formamos parte de una cadena de valor que es diseñada, supervisada y evaluada por ellos. Así que sus conductas causan un impacto constante en las nuestras, y de ahí que sea importante reflexionar sobre las cualidades de los buenos jefes. La primera, quizá la más importante, es que saben dónde ir.

Tal vez no sepan exactamente cómo llegar, pero sí saben con quién, y en la mayoría de las veces, saben también hasta cuándo. No hay liderazgo sin visión, porque sin visión ni hay camino ni hay esperanza. Por eso es muy probable que el establecimiento del rumbo sea la cualidad más distintiva del liderazgo, la única que es imprescindible.

Un estudio reciente que hemos hecho en el think-tank Knowsquare muestra que no sólo el establecimiento de un rumbo es vital para la supervivencia y crecimiento de la organización, sino que el ámbito de la empresa reconoce a esta capacidad como la cualidad más importante en el liderazgo.

Esto es cierto en cualquier tipo de organización, pero en el mundo de la empresa en particular, esa visión ha de transformarse en un valor capaz de generar resultados. Es decir, en la empresa no hay liderazgo si no hay negocio.

Imprescindible en el liderazgo: la visión

Desmontando excusas (3/3): “no puedo hacerlo”

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En el modelo del triángulo de la responsabilidad un elemento esencial de la conducta responsable es que la persona tiene que controlar la situación, es decir, tiene que poseer competencias y recursos suficientes como para hacer lo que se le pide. Quizá de las tres categorías de excusas la más contundente, y por eso la más dañina, es cuando el profesional afirma no tener control sobre la situación.

Esta es una de las fuentes de excusas más difíciles de desmontar, puesto que lo que se aduce es, simplemente o nada menos, la imposibilidad de realizar una tarea por falta de control sobre ella. Excusas de este tipo se parecen a “no puedo hacerlo”, “el ordenador se estropeó”, “tengo otras cosas más urgentes que hacer”, “no encuentro ese email”, “lo comenté con el responsable pero no me hizo caso”, “aún no se ha habilitado el presupuesto”, “no aparece en el sistema”, “estoy saturado de trabajo y no me da tiempo”, y un larguísimo etcétera.

Son excusas tan nocivas para la productividad como instaladas en nuestra anatomía, porque conviven con nosotros desde nuestra infancia y juventud, cuando escuchábamos que un compañero no había traído los deberes porque se los había comido el perro, o que alguien no había presentado un trabajo porque su impresora se había roto. Todas estas excusas giran en la órbita de la imposibilidad por falta de control.

Y esta es una de las grandes diferencias entre los profesionales y los trabajadores irresponsables: los primeros tienen motivación de logro y buscan la manera de ganar control sobre las tareas para completarlas. Los segundos encuentran la forma de presentar excusas para desvincularse de ellas. Y lo cierto es que en muchos casos lo consiguen, debilitando a la organización y, lo que es quizá peor para ellos, haciendo mucho menos interesante su trabajo.

Todo el mundo que quiere, puede. O al menos puede intentarlo: no hay excusa.

Desmontando excusas (2/3): “ese tema no es de mi competencia”

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Para que haya conducta responsable, según el modelo del triángulo de la responsabilidad, la persona tiene que sentirse vinculada a los objetivos, normas o tareas. En el mundo de las organizaciones esta vinculación normalmente se encuentra en el descriptivo de cada puesto, aunque lo cierto es que las estructuras cada vez son más cambiantes y orgánicas, y cada vez hay más tareas que son acometidas por varias personas, no quedando del todo claro de quién es la responsabilidad última. Gran oportunidad para los excusadores.

Y ahí viene otro de los grandes filones para elaborar excusas: debilitar el enlace que vincula a la tarea poniendo en duda a quién le corresponde. Las excusas de esta categoría son del siguiente tipo: “no es de mi competencia”, “ese tema lo lleva otro departamento”, “antes de hacer esto hay que hacer lo otro y eso no lo llevo yo”, y similares. En algunos casos la excusa es incluso más sutil, como por ejemplo en: “a mí no me importa hacerlo, es más, lo haría sin problema, pero creo que es mejor que lo haga la persona a la que le corresponde.”

El gran problema de las excusas que debilitan el vínculo entre la persona y la tarea es que obligan a la organización a hacer un sobreesfuerzo para delimitar milimétricamente a quién le corresponde qué. Como en último término esto es imposible, se produce un incremento inútil del esfuerzo para detallar el descriptivo de puesto, que en origen es una herramienta pensada para favorecer el trabajo, en lugar de impedirlo.

Los buenos profesionales no se mueven únicamente por las indicaciones de sus superiores sino que actúan con autonomía responsable. Se vinculan a las tareas que les corresponden y asumen también lo que no está asignado a nadie pero en lo que creen que pueden aportar, lo cual es altamente positivo para la organización, porque es precisamente en esas zonas imprecisas donde en muchas ocasiones se producen los avances más significativos. La autonomía responsable significa poseer la iniciativa para aportar en aquellas tareas que no están específicamente asignadas a nadie.

La falta de claridad en las tareas se combate con autonomía responsable.

Desmontando excusas (1/3): “no quedó claro quién tenía que hacerlo”

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Uno de los pilares del triángulo de la responsabilidad es la claridad en los objetivos. Nos vinculamos de manera responsable a las tareas porque vemos claro cómo llevarlas a cabo. Lógicamente, una de las formas de debilitar el compromiso que tenemos con nuestras ocupaciones, y así plantear una soberbia excusa, es aducir que no sabemos exactamente lo que tenemos que hacer, porque no está claro.

Es algo que vemos casi a diario. Alguien tenía que hacer algo, y no lo ha hecho. Y las excusas son variadas, pero al final responden a la misma estructura: “no quedó claro quién tenía que hacerlo”, “no lo especificaron lo suficiente y estaba esperando que me enviaran los requerimientos”, “no nos facilitaron el formato”, “al final no se concluyó nada”, y así sucesivamente.

Los excusadores profesionales también utilizan un recurso que les permite posponer indefinidamente sus tareas, y es solicitar recurrentemente más información. Esto también lo vemos a menudo. Enviamos un mensaje a alguien solicitando una tarea, y nos responde inmediatamente pidiéndonos más información, o documentación al respecto, o innumerables detalles aparentemente imprescindibles pero en realidad intrascendentes.

Todo este tipo de maniobras señalan claramente a profesionales irresponsables que, además, creen ingenuamente que el resto de personas que trabajan con ellos no se dan cuenta de que esgrimen excusas en lugar de razones. Entre otras cosas porque la claridad no es una dimensión física con la que se pueda medir las tareas. Algunos profesionales siempre lo ven todo claro, mientras que a otros todo le genera dudas. La claridad es subjetiva, y por tanto cuando decimos que una tarea no está del todo clara no estamos en realidad valorando esa tarea, sino la percepción que tenemos de ella.

La falta de claridad no es excusa, porque la claridad es subjetiva.

El triángulo de la responsabilidad y la lógica de las excusas

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El hilo que une nuestra conducta a nuestras tareas se llama responsabilidad. Acometemos las tareas porque nos sentimos responsables de ellas. Como evidentemente nadie hace nada que no sienta como cometido propio, el motor nuclear que produce las excusas opera precisamente a ese nivel, es decir, desvinculando la conducta de las tareas, debilitando así el vínculo de la responsabilidad. Resulta sumamente interesante analizar cómo ocurre este fenómeno.

El modelo de Schlenker sobre las excusas indica que hay tres pilares básicos que sostienen la conducta responsable: en primer lugar, la claridad de la obligación. Para que haya conducta responsable la persona tiene que tener claros cuáles son los objetivos a lograr, las normas a cumplir o simplemente la tarea que tiene que desarrollar. En segundo lugar, la persona tiene que sentirse vinculado a esos objetivos, normas o tareas. Por último y en tercer lugar, la persona tiene que poder controlar la situación, es decir, tiene que poseer competencias y recursos suficientes como para hacer lo que se le pide.

Las excusas funcionan debilitando esos enlaces. En cualquiera de los tres casos es posible dejar de hacer una tarea sin sentirse mal por ello si la persona logra una de estas tres cosas: demostrar que no hay claridad en los objetivos, normas o tareas, que aquello que hay que hacer no le compete, o simplemente que no puede hacerlo porque tiene control sobre la situación.

Para desmontar las excusas hace falta conocer su lógica.

Aliados perversos contra la productividad

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Las excusas son uno de los inventos del ser humano que resultan más dañinos para la productividad. Una excusa es básicamente una pirueta creativa que nos aleja de lo que es nuestro deber, disminuyendo así nuestro rendimiento y alejándonos de nuestros objetivos. Están directamente emparentadas con otra importante debilidad, que es dejar para mañana lo que tenemos que hacer hoy. Excusas y procrastinación son dos aliados perversos que deberíamos erradicar de nuestro mundo profesional.

Podemos suponer que hace millones de años el suministro de alimentos era escaso, y por tanto nuestro organismo tuvo que adaptarse para consumir la mínima energía posible. Un dato bastante extendido revela que un tercio del tráfico generado en las grandes ciudades es debido a personas que buscan aparcamiento. Sería interesante comprobar cómo descendería esa cifra si, por ejemplo, esos conductores buscaran en zonas más despejadas aunque más lejanas, o simplemente usaran el transporte público. En la natural y extendida tendencia a conducir hasta la misma puerta de nuestro destino vemos claramente evidenciada la inveterada tendencia humana a intentar que las cosas nos cuesten el mínimo esfuerzo posible.

Es posible que ese mecanismo, el ancestral ahorro de energía insertado en nuestra anatomía, sea parte del culpable de que en cualquier circunstancia intentemos evitar aquello que nos cuesta esfuerzo, ya sea redactar un informe tedioso, ordenar el despacho o simplemente dejar de entretenernos con la bandeja de entrada para ponernos a trabajar de verdad.

Según un estudio realizado en Estados Unidos, los trabajadores pueden invertir unas dos horas diarias procrastinando, es decir, dejando de hacer cosas que deberían hacer, seguramente poniendo todo tipo de excusas para su comportamiento. Si se asigna un valor medio a la hora de trabajo y se multiplica por el número de trabajadores, resulta que este problema le puede estar costando al aquel país alrededor de un billón de dólares al año.

Tanto la procrastinación como las excusas son enemigos naturales de la productividad. Pero, además, son muestras de poca profesionalidad, y resultan hasta antiestéticos y pasados de moda.

Por eso hay que intentar librarse de ellos a toda costa.

Cinco ideas sobre la felicidad (5/5): incrementar la felicidad

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Una de las ideas que conviene conocer es que el nivel de felicidad de una persona depende fundamentalmente de tres factores: en primer lugar, un determinado nivel basal de felicidad que cada persona tiene y que es genéticamente determinado. En segundo lugar, lo que la persona hace por ser feliz. Y en último lugar, el influjo de las circunstancias que rodean a la persona.

El primero de estos factores, el nivel basal, es responsable de la mitad de nuestro nivel de felicidad. Pero lo que es sorprendente es que, según la investigación, la actividad intencional, lo que la persona hace por ser feliz, tiene un impacto cuatro veces mayor que las circunstancias sobre el grado en el que la persona es feliz. Así pues, dado un determinado nivel basal, es muy posible que si nos empeñamos en ello realmente consigamos ser más felices.

Un enemigo natural de la felicidad que nos causan las buenas noticias es la adaptación hedónica, es decir, el retorno a nuestro nivel basal de felicidad tras un episodio feliz. Lo que, según la investigación, hay que hacer, es variar la forma en la que normalmente llevamos a cabo actividades que nos producen bienestar, para no acostumbrarnos al disfrute que producen.

Otra manera de incrementar la felicidad es a través de la conciencia. Sabemos que los pensamientos, es decir, el contenido de nuestra conciencia en un momento dado, es uno de los más importantes generadores de emociones, tanto positivas como negativas. Por tanto es importante evitar que lo que pensamos nos produzca emociones negativas, y aumentar al máximo la frecuencia de los pensamientos que producen emociones positivas. En este empeño, la agilidad emocional es sin duda un gran aliado, y traer a la conciencia una y otra vez lo positivo de una vivencia pasada, también.

Por último, según muestra la investigación, la presencia de sentido en la vida tiene una correlación positiva con la felicidad y con sentimientos positivos, y una correlación negativa con depresión y sentimientos negativos. Por tanto encontrar significado en lo que hacemos, intentar que nuestra existencia tenga un propósito, y buscar respuesta a nuestras preguntas vitales son también claves para una mayor felicidad.

Es posible ser más felices: así de simple.