Hoy se habla mucho de la gente tóxica: esas personas que nos llenan de preocupaciones y ansiedad y que, en ocasiones, tienen el poder de mermar nuestra productividad. Por mucho que a veces pensemos que es un perfil endémico de nuestra organización, lo cierto es que se encuentra en casi todas partes. Y quizá lo más peligroso no es en sí su capacidad de envenenar a otras personas, sino que su modo de obrar, como todas las conductas, puede imitarse y propagarse a través de las conexiones sociales.
El poder de los grupos reside en la conexión entre sus miembros. Por eso es imprescindible formar nuestros equipos con gente antitóxica, porque las emociones y conductas positivas también se contagian. En un estudio realizado con un equipo de cricket se entregó a cada uno de los jugadores un dispositivo en el que podían registrar sus estados de ánimo. Lo que la investigación reveló es que existía un importante vínculo entre cada jugador y el resto del equipo, con independencia de si el partido estaba yendo bien o mal. En otras palabras las emociones pasaban de una persona a otra como si fueran corrientes eléctricas. Por otro lado, y como es esperable, los resultados eran mejores conforme más contentos estaban.
Un estudio ya clásico de Gallup mostró en su día lo importante que es tener un buen amigo en el trabajo: entre otros muchos efectos incrementa la probabilidad de recibir reconocimiento, contribuye al desarrollo, fomenta el compromiso con la calidad y facilita la adhesión a la misión de la compañía. Es verdad que el fundamental motivo para ir a trabajar no es hacer amigos, pero no lo es menos que tenerlos contribuye de manera significativa a la productividad y al bienestar.
Hay una relación clara entre el éxito de un equipo y las emociones que fluyen en él.