Jano era un dios romano sin equivalente en la mitología griega, que habitualmente se representaba como un rostro con dos caras, una mirando en cada dirección. Era el dios de los umbrales, de las puertas, de lo que acaba y empieza. Y es también una genial metáfora de nuestra dificultad para cambiar. Porque hoy sabemos que la capacidad que tenemos para predecir los acontecimientos futuros está íntimamente ligada al archivo de los sucesos pasados. Es muy probable que el cerebro utilice la misma circuitería neuronal para ambas cosas y, por tanto, cuando intentamos simular el porvenir, nuestra mente nos devuelve el registro del pasado. Y así se cierra el círculo de la dificultad del cambio personal: nuestra memoria no guarda los acontecimientos fielmente porque su criterio de almacenamiento es el sentido, que necesita crear para predecir correctamente, y así poder sobrevivir. Pero esas predicciones están basadas en el registro de lo que ya sucedió, y por tanto siempre nos va a proyectar un futuro que no solo es igual al pasado, sino que ese pasado está registrado de una forma que excluye las infinitas posibilidades alternativas de desarrollarnos.
La línea sentido-predicción-supervivencia ha resultado funcional durante millones de años, pero el problema es que no contempla posibilidades alternativas ni tampoco objetivos que se alejen mucho de lo que ya ha sucedido. Pero claro, hoy día el ser humano quiere vivir, y no solo sobrevivir. Por tanto hay que despojar a Jano de su segundo rostro, el que mira al pasado, y mirar solo al futuro. No hacer caso a lo que ya ha sido, y pensar en lo que puede ser, en lo que seguramente será si ponemos todo nuestro empeño en ello.
Más cierto que nunca: hay que olvidarse del pasado para reinventar el futuro.