
No hace mucho participé en una mesa redonda en la que uno de los asistentes defendió la interpretación económica de los hechos, actos, y/o negocios como única vía para averiguar la verdadera realidad negocial y sus consecuencias tributarias. Se estaba refiriendo a que todo negocio que no se justifique por motivos económicos distintos de los fiscales, es contrario a derecho. Esta corriente de opinión está tan generalizada que incluso yo mismo he razonado en alguna ocasión en el mismo sentido.
El problema es que este es también el criterio de la mayoría de las resoluciones judiciales. Poco a poco, el denominado conflicto en la aplicación de la norma al que nuestra Ley General Tributaria se refiere, está adquiriendo gran notoriedad.
El conflicto, para entendernos, no es más que el abuso del derecho de siempre. Vaya, el antiguo fraude de ley tributario. El problema es que no nos ponemos de acuerdo con relación a que es abusar, o, mejor, en que consiste el abuso fiscal. El criterio más generalizado es el de considerar que hay abuso cuando la finalidad principal de la operación de que se trate no se justifica por motivos económicos válidos, sino por motivos fiscales.
Esto significa que si consecuencia de una operación en particular se consigue una ventaja fiscal, esta es abusiva si dicha operación no se puede justificar por motivos económicos distintos de los fiscales.
Se dice, entonces, que estamos ante un supuesto de abuso. Su existencia depende, pues, de la ausencia de tales motivos.
Se olvida que el abuso no solo exige la concurrencia de intencionalidad, sino la existencia objetiva de un abuso del derecho, es decir, de una utilización inadecuada del mismo. Por tanto, abusar no es solo conseguir una ventaja fiscal que no se justifique por motivos distintos a los fiscales, sino conseguirla de forma abusiva.
Sin embargo, esta no es hoy la opinión dominante, que sostiene que la existencia de abuso depende únicamente de una valoración subjetiva ajena al derecho.En mi opinión, abusar no es eso. Abusar es forzar o retorcer el derecho con la única finalidad de conseguir una ventaja fiscal.
Esto significa que, sin ese retorcimiento, no hay abuso. La principal diferencia con la interpretación hoy mayoritaria es que la valoración del retorcimiento no es subjetiva, sino objetiva.
Solo hay abuso si se acredita de forma objetiva que se ha abusado de las formas negociales, es decir, que se ha forzado o retorcido el derecho con la finalidad de conseguir un resultado que no es el propio del negocio que he utilizado, sino de otro distinto, y que el único motivo de haberlo hecho es por conseguir una ventaja fiscal.
Es cierto que la opinión hoy mayoritaria entiende que para que el abuso exista es necesario que exista artificiosidad. El problema es que su valoración no se hace de forma objetiva, sino subjetiva, esto es, que por artificiosidad no se entiende abusar de las formas negociales, sino la simple y mera ausencia de motivos económicos distintos de los fiscales.
Esto significa que la licitud o eficacia fiscal de un negocio no depende de si este es causalmente cierto, sino de que sea económicamente razonable o lógico. En definitiva, los motivos son los que determinan la licitud fiscal de un negocio.
Consciente de que soy minoría, me limito a recordar que ese criterio, de origen anglosajón, es finiquitar el derecho, y aceptar que la licitud fiscal de los negocios depende de la opinión subjetiva del intérprete y/o del juzgador.
Es consagrar la inseguridad jurídica como criterio para interpretar los negocios, e ignorar nuestra larga tradición causalista que desde la época de Federico de Castro viene subrayando la importancia que la causa tiene para averiguar la certeza de los negocios.
El tema se complica si tenemos en cuenta que el cumplimiento de las obligaciones tributarias depende de lo que se denomina la autoliquidación, esto es, la obligación que el contribuyente tiene de declarar y liquidar, es decir, de calificar los hechos e interpretar y aplicar la ley; tarea que el contribuyente realiza normalmente con los ojos cerrados, ya que desconoce cuál es el criterio de la Administración y de los Tribunales.
El tema se agrava por la pésima calidad legislativa, el uso excesivo de conceptos jurídicos indeterminados, y la inestabilidad de una prolija y compleja legislación. En definitiva, nuestro ordenamiento está orientado al conflicto y a la inseguridad.
El problema, además, es que la justicia es lenta, y no siempre justa. A ello hay que añadir que para afrontar el correspondiente calvario judicial, el contribuyente ha de pagar lo que Hacienda le exige, o garantizar su importe. El problema se agrava todavía más por el absoluto desconocimiento que de la realidad tiene la inmensa mayoría de los funcionarios públicos, incluidos los magistrados. En resumen, la sensación que el contribuyente tiene es la de un verdadero calvario y agonía.
Pregúntenselo si no a Ana Duato, Xabi Alonso, o a Sito Pons, entre otros muchos. Algo pues ha de cambiar.
Pero lo primero, y más importante, es recuperar el Estado de derecho y garantizar al contribuyente una verdadera seguridad jurídica, y una resolución rápida de los conflictos.
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