
Los seres humanos tomamos continuamente decisiones. Según los neurólogos, una media de 35.000 al día que, aunque parecen muchas, entre ellas también se encuentran algunas tan básicas como respirar, parpadear o caminar. El 99% de nuestras decisiones las tomamos de forma irracional o intuitiva. No necesitamos pararnos a pensar para poder respirar, pero sí podemos decidir no hacerlo. Si nos centramos en el ámbito de las inversiones financieras, todos creemos tomar decisiones de una forma totalmente racional, premeditada y estudiada, sin embargo, según el Dr. Pedro Bermejo, neurólogo y experto en neuroeconomía, el 70% de estas decisiones de inversión son irracionales o intuitivas.
La neuroeconomía es aquella disciplina que estudia de forma conjunta los preceptos de la neurología y de la economía: cómo se comporta nuestro cerebro cuando trata asuntos de índole económica. Según los neurólogos, nuestro cerebro es la estructura más compleja de universo conocido y, dentro de él, las decisiones se toman en la zona más compleja. Warren Buffett, afamado y exitoso inversor, afirma que "el mercado es un medio para traspasar el dinero de los impacientes a los pacientes". Y por su parte Benjamin Graham, padre de la filosofía de inversión en valor o Value Investing, dice que "a la hora de invertir posiblemente nuestro peor enemigo seamos nosotros mismos". Estas frases tienen un nexo en común: las decisiones erróneas tomadas por nuestro cerebro cuando nos enfrentamos a inversiones.
A priori, tomar una decisión no debería de ser algo complejo. Valoramos lo bueno y lo malo y, en función de ello, nos decantamos por la opción que más nos convenga. Sin embargo, en ese proceso van a influir muchos aspectos: nuestro nivel educativo, la cultura a la que pertenecemos y, sobre todo, las emociones. Todas las inversiones se realizan con un mismo modus operandi: estudiamos el activo en el que vamos a invertir para saber si es rentable y decidimos prescindir de nuestro dinero durante el tiempo que fijemos para lograr obtener una rentabilidad. Sin embargo, hay un riesgo alto de traicionar los argumentos que dieron como resultado nuestra decisión de invertir, un exceso de información, las redes sociales, los programas de televisión o los periódicos que provocan que afloren nuestras emociones y que se tambaleen los cimientos sobre los que se ha construido la inversión. La teoría clásica nos dice que, siendo seres totalmente racionales y teniendo a nuestro alcance toda la información macro y microeconómica que nos proporciona el mercado, debemos ser capaces de tomar una decisión sobre nuestras inversiones que maximice nuestro beneficio. Sin embargo, a lo largo del S. XX y ya con más fuerza en el S. XXI surge una nueva corriente llamada Economía Conductual según la cual los humanos tomamos decisiones influenciados por nuestras emociones, lo que nos lleva a cometer errores. Cuando decidimos invertir lo que realmente buscamos no es maximizar el beneficio, sino que esta decisión sea lo suficientemente satisfactoria para estar conformes.
La base de la economía conductual es la heurística, los atajos que utiliza nuestro cerebro para tomar decisiones rápidas en base a una experiencia previa o a la carga cognitiva que tenemos tras miles de años de evolución. Pero nuestro cerebro está programado para tomar decisiones de supervivencia, no para aquellas relacionadas con la inversión. Por tanto, los mecanismos que se activan en nuestro cerebro no discriminan si se trata de decisiones financieras o de supervivencia. Esto nos lleva a cometer errores a la hora de gestionar nuestro dinero porque interpretamos de manera errónea la realidad; son los denominados sesgos.
Cada vez hay más aportaciones a la doctrina conductual de la economía. Probablemente los autores más importantes y conocidos sean los Premios Nobel de Economía Daniel Kahnemann y Richard Thaler, a pesar de que ambos son psicólogos y no economistas. Sus estudios han dejado dos aportaciones muy interesantes: la primera afirma que nuestro cerebro se divide en un sistema 1 y un sistema 2. El primero es rápido, ágil e intuitivo pero propenso al error; el segundo es lento, reflexivo, racional y busca eliminar el error. Sus estudios demuestran que, aunque pensemos que es nuestra parte racional la encargada de tomar decisiones a la hora de invertir, es la emocional la que se cuela sin que seamos conscientes de ello. La segunda aportación es la llamada "Teoría de la Perspectiva", según la cual la mayoría de los inversores tienen el sesgo de aversión al riesgo y a la pérdida. Kahnemann demostró que en general sufrimos 2,5 veces más las pérdidas de lo que disfrutamos las ganancias, lo que hace que perdamos la perspectiva de rentabilidad sobre nuestras inversiones.
Por su parte, Thaler afirma que a nuestro cerebro no le gusta tomar decisiones y adolecemos en general del sesgo del statu quo, es decir, priorizamos no hacer nada cuando se plantean ante nosotros retos que exigen tomar decisiones. Un ejemplo de ello es el sistema de aportaciones a los planes de ahorro privados en Reino Unido. La legislación británica obliga a la empresa a detraer del sueldo de sus empleados un porcentaje para aportarlo directamente a sus planes de jubilación. Aquellos empleados que no estén conformes y prefieran recibir la totalidad de su salario tendrán que comunicarlo a la empresa. Pero nuestro perezoso cerebro no toma la decisión de realizar esa comunicación para rechazar el sistema de retribución por defecto, lo que está provocando un significativo incremento del ahorro privado en el país. Thaler también habla del sesgo del presente, que nos empuja a dar más peso al presente que al futuro a la hora de tomar decisiones. Preferimos comprar algo que nos satisfaga hoy frente a una ganancia futura. En el campo de la inversión, esto supone que nos cuesta demasiado ahorrar y visualizar las rentabilidades futuras.
Para evitar vernos arrastrados por los sesgos a la hora de invertir hay una doble vía: el tiempo y el autoconocimiento. Debemos ser fieles al período elegido para invertir salvo causa de fuerza mayor. Si es un tiempo corto, un año por ejemplo, buscaremos inversiones muy seguras que no nos hagan perder dinero, aunque asumiendo que tendrán una rentabilidad muy baja. En estas situaciones tendremos que superar el sesgo FOMO (siglas en inglés de fear of missing out – miedo a perderse algo). Si por el contrario optamos por fijar un tiempo más largo, no deberemos analizar la inversión basándonos en lo que suceda en el corto plazo, ya que el sesgo de aversión a la pérdida nos puede arrastrar a cancelar anticipadamente, con las pérdidas correspondientes.
Y también debemos conocernos como inversores y aceptar que nuestro cerebro va a ser impulsivo a la hora de tomar decisiones. Cuanto más conozcamos nuestros sesgos, más fácil será combatirlos. Huyamos del sesgo de rebaño, que nos puede arrastrar a decidir en función de lo que hagan los demás y caer en el pánico cuando veamos vender a otros inversores sin realizar un análisis previo, o comprar en mercados sobrevalorados. Y si no se ve capacitado para gestionar sus ahorros, le sugiero que haga caso a Nick Murray, columnista de la prensa salmón en EE.UU. quien afirma: "Contrate un asesor financiero no para que controle su dinero, sino para controlarle a usted".