Opinión

El asedio a la democracia

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. EP
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¿Está en peligro nuestra democracia? ¿Corremos el riesgo de que, paso a paso, se vaya desvirtuando para convertirse en lo que ya muchos denominan democracia menguante o democracia defectuosa?. El libro España, Terra Incógnita (Editorial Almuzara), que he escrito con José Manual García-Margallo, pretende contestar a esa pregunta.

Hay motivos de alarma, y están a la vista. Empezando por el Parlamento. Procedimientos concebidos para situaciones excepcionales, como el uso de los decretos-ley o el trámite de urgencia, se utilizan de forma habitual. Se recurre a las proposiciones de ley frente a los proyectos de ley para eludir la necesidad de dictamen de los órganos consultivos. Todo ello para obstaculizar el debate parlamentario y dificultar la labor de los diputados. Y por supuesto, se utiliza sin complejos el rodillo parlamentario para imponer la voluntad de la mayoría sin ánimo alguno de pacto ni consenso.

En paralelo a lo anterior estamos asistiendo a una desprejuiciada política de ocupación de las instituciones del Estado, colocando al frente de ellas a militantes o a personas de estricta disciplina partidista privando a tales instituciones de siquiera la apariencia de neutralidad. La lista es larga, y va creciendo: Fiscalía, Tribunal Constitucional, Tribunal de Cuentas, CIS, CNI, Agencia EFE, incluso RTVE… Y asistimos, en fin, a un crudo asalto al poder judicial.

Todo esto es de extrema gravedad, porque concentra en el jefe del Ejecutivo un poder desmedido, muy superior al que razonablemente debe tener en lo que conocemos como democracia plena. La que impera en los países de nuestro entorno y la consagrada por la Constitución de 1978. La democracia no consiste solo en votar cada cuatro años. Requiere además una estricta separación de poderes y unas instituciones neutrales e independientes que ejerzan el papel de contrapesos al poder ejecutivo, precisamente para poner límites a ese poder. Desmontar esos contrapesos es adentrarse en el camino de la autocracia.

Más peligroso que todo esto, si cabe, es el discurso sobre el que esta concentración de poder se fundamenta.

Ante todo, la idea de que la soberanía reside en el Congreso. Y si el Congreso, como representante del pueblo español, es soberano, lo que decide la mayoría absoluta es la expresión de la voluntad popular. Y tal voluntad no tiene límite. De forma que todos los demás poderes e instituciones del Estado se tienen que someter a ella.

Ni qué decir tiene que esa afirmación es falsa. El Artículo Primero de la Constitución dice bien claro que "la soberanía nacional reside en el pueblo español" (en el pueblo, no en el Congreso). Y añade que de él "emanan los poderes del Estado". Que son tres, no uno, legislativo, judicial y ejecutivo. Y el poder legislativo lo componen dos cámaras, no una, Congreso y Senado. El Congreso no es soberano, y está sujeto a la ley como todos los demás poderes e instituciones. Pero desgraciadamente no muchos ciudadanos leen la Constitución y reparan en la falacia que se les pretende colar.

Hay otro relato que subyace debajo de esta sumisión de las instituciones, y que explica precisamente el clima de creciente polarización instalada en la vida política española. El frentismo, la apelación a muros que separen a unos españoles de otros dejando fuera a la mitad, tiene como objetivo la deslegitimación del adversario, su demonización. Se busca la legitimidad moral, no en la Transición, sino en la Segunda República, de la que unos serían herederos mientras que los otros lo son del franquismo (y ello explica la obsesión por mantener vivo el espantajo del antiguo dictador). De ahí que se venda que lo peor que nos puede suceder es que la oposición llegue a gobernar. Y si no hay nada peor, cualquier cosa que se haga para impedirlo estaría justificado. Para los fieles (porque de eso se trata, de cerrar filas), las cesiones a los partidos independentistas serían un mal menor, y la ocupación de las instituciones sería, simplemente, la forma de impedir que cayeran en manos de la derecha.

Es este un relato que apunta directamente a la línea de flotación del sistema democrático, porque reniega de la posibilidad de la alternancia. Y la alternancia, su reconocimiento leal, no solo formal, es consustancial en una democracia. Resulta doloroso tener que recordar estas cosas.

La sumisión al Gobierno (a su presidente) de todos los poderes e instituciones del Estado sería por tanto, de acuerdo con estos falaces razonamientos, algo legítimo: Primero, porque deriva en último extremo de la soberanía popular ejercida por una mayoría absoluta en el Congreso que le otorgó la investidura y en la que se sustenta. Y segundo, porque es la forma de evitar que los demás poderes e instituciones del Estado puedan ser utilizados por una oposición cuya eventual llegada al poder es un mal absoluto que debe evitarse a cualquier precio. Ante este panorama, solo cabe concluir que sí, que nuestra democracia constitucional está amenazada. Y no debiéramos mirar para otro lado.

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