
El Derecho penal es considerado como la ultima ratio, interviniendo únicamente en aquellos casos en los que se producen los ataques más graves a los bienes jurídicos fundamentales de nuestra sociedad. Esta premisa, conocida como el principio de intervención mínima, establece que el sistema penal debe ser empleado como último recurso, reservado para situaciones excepcionales en las que otras formas de regulación resultan insuficientes.
En este contexto, es esencial diferenciar entre lo ilegal y lo delictivo. Cualquier conducta delictiva es ilegal, pero no todos los actos contrarios a la ley son constitutivos de delito. Esta distinción resulta crucial al analizar conductas que podrían considerarse como delictivas y aquellas que simplemente contravienen las normas establecidas sin alcanzar la gravedad necesaria para ser tipificadas como delito.
Como decíamos, solo se castigan mediante el Derecho penal aquellos comportamientos más graves y que encuentran su encuadre en alguno de los preceptos del Código Penal. En estas líneas se pretende resaltar esta diferencia a través del delito de estafa y los últimos pronunciamientos jurisprudenciales al respecto.
La estafa se configura cuando una persona, valiéndose de un engaño, induce a otro a realizar un acto que le causa un perjuicio económico. Sin embargo, es importante destacar que el mero engaño no siempre implica la existencia de un delito de estafa. Para que este ilícito penal se despliegue, deben cumplirse una serie de requisitos establecidos por la doctrina jurisprudencial.
En este sentido, no podemos continuar hablando de los requisitos del tipo penal de la estafa sin hacer alusión al -por todos conocidos- criterio del "engaño bastante". Y es que digo por todos conocido porque se trata de una exigencia que nuestros Tribunales han establecido desde los primeros análisis del tipo, pero que resulta de tal necesidad que su interpretación se discute en sede casacional de forma constante.
La Sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo 44/2024, de 17 de enero, con D. Antonio del Moral como ponente, realiza un exquisito repaso a la doctrina en esta materia y establece que el engaño sea bastante para causar un error en la otra parte en dos sentidos (baremo objetivo): en primer lugar, un error tal que provoque un traspaso entre lo ilícito civil y lo penal; y, en segundo lugar, se exige que dicho engaño sea idóneo y adecuado para la consecución del objetivo perseguido, no resultando suficiente un error burdo o fantástico que pudiera ser previsto por el sujeto pasivo.
Por su parte, en cuanto a la idoneidad subjetiva se refiere, habrá de valorarse atendiendo a las condiciones personales del sujeto afectado (cultura, situación, edad…), exigiéndose un mínimo mecanismo de defensa. Dicho de otro modo, "el riesgo creado no debe ser un riesgo permitido".
Y es aquí cuando adquiere importancia el deber de autoprotección de la víctima, que igualmente, sigue siendo cuestión referida por el Alto Tribunal en su reciente jurisprudencia (véase la STS, Sala Segunda, 941/2023, de 20 de diciembre).
En este sentido, esta doctrina establece la ausencia de este engaño bastante cuando se da un incumplimiento de la diligencia mínima exigible. Ahora bien, ¿cualquier negligencia en cuanto a posibles comprobaciones o cuidados previos implica per se la exclusión de la existencia de un engaño? Es aquí cuando nuestra jurisprudencia establece la necesidad de valorar con prudencia esta exigencia de adoptar medidas de diligencia y autoprotección, pues siempre debe existir un equilibrio con las circunstancias concurrentes desplegadas por el actuar del sujeto activo.
Y es que "el engaño se mide en función de la actividad engañosa activada por el sujeto activo, no por la perspicacia de la víctima".
Nos recuerda esta resolución que las relaciones humanas se basan en la confianza y que de exigir al perjudicado exhaustivos controles se estaría obligando a la persona a actuar de forma contraria a su naturaleza y, por lo tanto, "en la determinación de la suficiencia del engaño hemos de partir de una regla general que debe quebrar en situaciones excepcionales y muy concretas".
Sentado lo anterior, podemos concluir que "dejando al margen supuestos de insuficiencia o inidoneidad del engaño, en términos objetivos y subjetivos, o de adecuación social de la conducta imputada, la aplicación del delito de estafa no puede quedar excluida mediante la culpabilización de la víctima con abusivas exigencias de autoprotección".
Pues bien, la concurrencia de este delito de estafa podría darse, así, con ocasión de los negocios jurídicos bilaterales (pasando a conocerse como "negocios jurídicos criminalizados").
La reciente Sentencia 129/2024, de 8 de febrero, de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, ha resuelto sobre el recurso de casación interpuesto por el condenado a un delito de estafa por incumplir las obligaciones de un contrato de suministro que el mismo suscribió.
Sin embargo, no cualquier incumplimiento contractual deviene en delito de estafa, sino que se requiere que en el momento de celebración del contrato en cuestión el sujeto activo sea consciente de que va a incumplir el mismo. Concluye el Alto Tribunal confirmando que el condenado firmó el mencionado contrato "con una intención captatoria y conociendo que su suministrador no obtendría el precio de lo vendido".
Así, el engaño en este tipo de "contratos criminalizados" se materializa en el empleo de maniobras que provocan una creencia en la contraparte de ciertas cualidades de la prestación que nunca podrán darse, ocultándose así el verdadero propósito que no es otro que el ánimo de lucro.
No es oro todo lo que reluce y, por lo tanto, conviene (y se exige) un mínimo de cautela. Ahora bien, cuando el que pretende un beneficio usa el engaño (bastante), el resplandor desaparece y hasta el negocio más común muestra su faceta delictiva.
Abogada penalista en Liber Estudio Jurídico.