
Asisto, entre atónito y escéptico, al espectáculo surrealista del Gobierno y sus acólitos celebrando como si fuera un triunfo propio la dimisión de la primera ministra británica Liz Truss, y utilizando su caída como material propagandístico en defensa de su política fiscal de subidas de impuestos confiscatoria e indiscriminada.
Una campaña plagada de medias verdades y tergiversaciones para atribuir el ataque brutal de los mercados a la premier británica a su prevista bajada masiva de impuestos cuando la realidad es que esa campaña organizada de los lobbies financieros, los bancos centrales y algunas instituciones internacionales no es por el recorte fiscal sino por no acompañar esa reducción impositiva con un drástico recorte de los gastos públicos que permitiera compensar la prevista disminución de los ingresos, al tiempo que anunciaba nuevas emisiones de deuda pública en un país cuyo endeudamiento se eleva a 2,365 billones de libras equivalente al 99,6% del PIB. Porcentaje, por cierto, muy inferior a ese 118% que tenemos en España.
Mienten, pues Sánchez, el gregario Bolaños y el trío de coristas económicas del Gobierno cuando hablan de fracaso del dogma neoliberal, como mienten también cuando pregonan que bajar los impuestos conllevaría un recorte de los servicios sociales y del estado de bienestar. Mienten, primero, porque aquí en España la mayoría de los servicios sociales, especialmente la sanidad y la educación, están transferidas y son competencia de las comunidades autónomos que, como ha ocurrido con la pandemia del COVID, han sido las encargadas de decidir, actuar y gestionar, en muchos casos a pesar de las trabas e incompetencias del Gobierno solapado por ese comité de expertos que nunca existió.
Y mienten también porque el problema real de los impuestos no tanto su cuantía o su volumen sino como se gestionan y a qué se dedican. Las Comunidades de Madrid y Andalucía son un ejemplo diáfano de como bajando impuestos se recauda más al generar mayor actividad económica. De hecho, Madrid se ha situado como la primera comunidad de España en PIB, renta per cápita, atracción de inversiones y creación de empelo y está también a la cabeza en la calidad de sus servicios. Mientras que la Andalucía de Juanma Moreno se ha situado ya en el tercer lugar del ranking autonómico en sus indicadores de renta, crecimiento y puestos de trabajo.
Para aliviar la carga fiscal sin tocar las prestaciones sólo hace falta reducir la política de gasto desbocado del Gobierno con una administración elefantiásica de 22 ministerios, algunos de ellos absolutamente prescindibles por inútiles e innecesarios y cuyos responsables nos cuestan a los españoles casi 2 millones de euros en salarios, frente al millón de euros que costaba el último gobierno de Rajoy.
Eso y rebajar también la pléyade de asesores y amiguetes colocados a dedo por Sánchez y sus compañeros del Consejo de Ministros sin que se conozcan sus méritos o formación académica, y que este año van a suponer un coste de 55 millones de euros, una cifra nunca vista en los Presupuestos Generales del Estado. Además de dejar de derrochar el dinero que confiscan a los españoles para pagar los apoyos parlamentarios delos independentistas catalanes y del PNV, o que el presidente gasta en lujos y banalidades, como los 30,000 euros en maquillaje, los 67.000 que emplea en el Falcon para sus vacaciones en plena crisis, los 20.000 millones que ha entregado a Irene Montero para su departamento de Igual-da, el coste de su política de subvenciones y limosnas para comprar votos, o los 20 millones que nos ha costado el documental de Sánchez, ese hombre, a imitación de Franco y la apología para José Luis Sáenz de Heredia hiciera para el dictador.
Algo tan simple como dedicar la recaudación fiscal a mejorar la productividad y la competitividad de la economía, apoyar a las empresas y atraer inversiones. En definitiva, a crear riqueza, crecimiento y puestos de trabajo. Y no hay que inventar nada, sólo querer y copiar, si no se sabe. Y en eso de copiar Sánchez tiene experiencia demostrada.