Si hay un tema de actualidad en estos últimos meses es sin duda la guerra en Ucrania como consecuencia de la agresión ilegítima de Rusia. La guerra, además del drama humano inherente a la misma, ha supuesto un grave impacto en la economía mundial y en el bolsillo de los españoles, pero ha servido como revulsivo para tomar conciencia de que los peligros que acechan nuestra forma de vida occidental y democrática están ahí.
En efecto, hace un año los españoles no tenían, en general, una percepción de riesgo de conflicto armado, ni de las amenazas asimétricas que por lo general tan sólo sacuden las conciencias de los ciudadanos con ocasión de algún ataque terrorista. El ver una guerra a menos de 3.000 kms y, además, retransmitida en directo a través de YouTube ha despertado la preocupación del público porque ve amenazada su forma de vida y la comodidad de dar por resueltas las necesidades básicas a un coste razonable.
Pensar en la posibilidad de que nuestro modo de vida cambie nos obliga a pensar en que tal modo de vida y los valores democráticos y occidentales en que se basa, deben de ser protegidos, y que tal protección solo puede venir del carácter disuasorio de unas Fuerzas Armadas modernas y capaces. Una de las mejores contribuciones a la defensa nacional que pueden hacerse es despertar esa conciencia generalizada en la ciudadanía, olvidando las reticencias propias de la guerra fría a la OTAN, que se ha mostrado como la garante de los derechos y libertades en occidente.
En la cumbre de la OTAN en Madrid se han abordado cuestiones de enorme relevancia, entre las que sin duda destacan la estrategia común frente a Rusia, la conversión del Sahel como una región de interés estratégico, la protección de las plazas españolas de Ceuta y Melilla, y el incremento de gasto coordinado en materia de defensa, al que sin duda España debería sumarse, abandonando el penúltimo puesto del ranking al que nos han condenado los gobiernos rehenes de partidos minoritarios con una visión del mundo propia del siglo pasado.
Y esa necesaria dotación de un elemento disuasorio requiere la adquisición eficaz de obras, suministros y servicios con la necesaria agilidad y confidencialidad cuando sea imprescindible, generando las capacidades logísticas de las que ha carecido Rusia, por ejemplo, que ha repetido los mismos problemas en las mismas localidades que el ejército alemán hace más de 80 años durante la campaña rusa. Para ello, la legislación vigente dispone una serie de normas jurídicas, entre la que destaca la Ley 9/2017, de Contratos del Sector Público, pero que ni mucho menos es la única norma para la obtención de capacidades logísticas.
Para la adquisición de bienes o servicios de uso militar, está en vigor la Ley 24/2011, de 1 de agosto, de contratos del sector público en el ámbito de la defensa y la seguridad, que tiene una regulación en la que se prevén los supuestos de procedimiento negociado (hoy en franco retroceso en la legislación general de contratos), los contratos reservados, o unas cuantías diferentes en atención al tipo de bienes y servicios que se licitan. Esta norma, que desarrolla una Directiva comunitaria de hace 13 años, requiere una revisión profunda para garantizar, al igual que hace el art. 1 de la Ley 9/2017, que la contratación pública no es instrumental, sino finalista del servicio público en materia de defensa, lo que obliga a elegir, no la oferta más económica, sino aquella que garantice la mejor prestación del servicio, evitando así, por ejemplo, la adquisición de bienes y servicios a precios tan bajos que sean de una calidad discutible.
Además, para la adquisición de sistemas de armas complejos, en el que el exponente más reciente es el vehículo 8x8 Dragón, España y los demás países miembros de la Unión Europea invocan el art. 346 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, según el cual "todo Estado miembro podrá adoptar las medidas que estime necesarias para la protección de los intereses esenciales de su seguridad y que se refieran a la producción o al comercio de armas, municiones y material de guerra…". Esto es, cada Estado podrá proteger sus intereses de defensa mediante la fabricación de sistemas de armas propios que no dependan del suministro de recambios o del mantenimiento de países terceros.
Son, además, contratos que suponen garantizar la pervivencia de una mínima capacidad industrial de la que España cada vez está más escasa, y que son un revulsivo económico y una fuente de creación de riqueza y empleo de enorme magnitud. Gracias a este tipo de contratos se garantiza esa capacidad de las Fuerzas Armadas que pueden convertirse en el elemento disuasorio que necesitamos.
Además, precisamente en el paraguas de la Alianza Atlántica, la OTAN tiene su propia agencia de suministros y logística, NSPA, en la que también trabajan militares españoles, y que garantiza la adquisición inmediata de bienes y servicios en condiciones de competitividad, transparencia y eficacia, pese a que no esté sujeta por razones obvias a la legislación nacional o comunitaria, que no se aplica como consecuencia de la cesión de soberanía que realiza España como consecuencia de los tratados internacionales.
Todas estas herramientas jurídicas están a disposición de los gestores del gasto público en defensa para que el incremento que casi todos los países han anunciado en la cumbre de la OTAN sirva para garantizar una defensa real del territorio nacional y de los valores y forma de vida que nos hemos dado en democracia, para que no exista la famosa disyuntiva de cañones o mantequilla que planteó el economista Samuelson retomando la frase del secretario de Estado norteamericano Bryan en 1916, para explicar el coste de oportunidad o maximización de beneficios. Esto es: dónde invertir los recursos públicos, si para producir cañones o para producir mantequilla. No habrá mantequilla sin los cañones que la garanticen.