
El indicador adelantado de inflación se sitúa en el 2,3%. Continúa así la tendencia de mayo, cuando por primera vez en los últimos años la economía dejó atrás la anomalía de un IPC muy bajo pese al fuerte crecimiento. Pero el modo en que los precios se corrigen hace saltar las alarmas.
Las alzas son vertiginosas: dos meses bastan para alcanzar el mayor nivel en más de un año. Pero más preocupante es que son los productos energéticos los motores. Su encarecimiento tiene visos de que será duradero, aun cuando el crudo modere sus alzas por el aumento de la oferta.
El hecho de que el dólar se aprecia impulsará el precio. Además, los carburantes tienen un fuerte impacto en el consumo y su encarecimiento llega en un momento delicado. La caída de las ventas minoristas en mayo evidencia que la demanda interna muestra visos de agotamiento. En paralelo, hay otros desequilibrios que resurgen.
El déficit del Estado roza el 1,2% hasta mayo, ya muy lejos del 0,7% con el que debería cerrar el curso. Sobre esta base, es probable que el conjunto del sector público no cumpla el compromiso de reducir sus números rojos hasta el 2,2%, en puertas del nuevo ajuste que la UE le demandará en 2019. Es indudable que la combinación de estos factores, inflación y mayor déficit, unidos a otros que ya están en gestación (como la desaceleración del PIB) debilitan el panorama.
Es posible que ni los vientos de cola que aún quedan (como el ahorro en intereses de deuda pública) puedan paliarlo. El Gobierno debe tomar en serio este cambio de escenario y no esconderse tras excusas como culpar al anterior Ejecutivo de incumplir sus previsiones de déficit. En un contexto así, las alzas de gasto e impuestos que planea implican graves riesgos.