
La recuperación que la eurozona y EEUU presentan no basta para facilitar el camino de sus respectivos bancos centrales hacia la política monetaria ortodoxa.
En el caso de la Reserva Federal (Fed) es casi una certeza que no acometerá más subidas de tipos este año. Respecto al BCE, está aún por verse cómo pilotará la retirada de su programa de compras masivas de activos (no se sabrá hasta octubre, pasadas las elecciones alemanas ). En cuanto a futuros endurecimientos del precio del dinero, todo movimiento se retrasa a finales de 2018 o incluso 2019. Ambos bancos centrales tienen argumentos para proceder así. Ni siquiera los avances del PIB logran acabar con la persistente debilidad de la inflación. De hecho, el BCE ha revisado a la baja su pronóstico sobre el IPC de 2018. Además, en la eurozona, nuevas fuerzas debilitan los precios, como es la fuerte apreciación del euro, capaz de provocar un abaratamiento de las importaciones. Este factor, la subida del tipo de cambio, tiene también el efecto negativo de encarecer las exportaciones, lo que amenaza la competitividad y el crecimiento. Se trata de un perjuicio que da al BCE y a la Fed mayores argumentos para mostrar una actuación cautelosa. Es cierto que este panorama de tipos de interés aún bajos es negativo para el sector financiero. También impide que los europeos obtengan rentabilidad de los depósitos bancarios. Sin embargo, los bancos centrales aciertan al evitar precipitarse en su cambio de política monetaria. No pueden correr el riesgo de dar pasos que perjudiquen a unas economías convalecientes de la crisis que, además, se enfrentan a un entorno internacional incierto, por causas incontrolables como la tensión con Corea del Norte.