
El disenso se ha evaporado: ya nadie duda de que una economía moderna, para ser competitiva, precisa de una profunda tecnificación. Las nuevas tecnologías, desde la primera revolución industrial hasta el presente digital, fueron, son y serán herramientas imprescindibles para la sostenibilidad económica de un país. Sin embargo, el grado de digitalización de nuestro país es francamente mejorable.
En nuestro último estudio sobre Digitalización de la empresa española, cuantificamos este retraso a la hora de abrazar las nuevas tecnologías. El indicador más decisivo, el vinculado a la inversión en TIC, ha caído estrepitosamente en el último ejercicio, hasta un -15% interanual, lo que representa 600 millones de euros menos en la modernización de nuestra capacidad competitiva. Es llamativo pero la mayor decepción proviene de las grandes compañías, que han invertido 416 M€ menos que antes de la pandemia. La sospecha de un retraimiento consciente a la espera de las ayudas europeas sobrevuela sobre cualquier análisis. Tampoco se salvan las PYMES, que redujeron su inversión en tecnología un 24%.
Mas allá de la inversión, está el aprovechamiento que se hace de ella. Y aquí nos encontramos con evidentes fallas: mientras que el 90% de las empresas españolas cuentan con una web propia – y más de un 66% tiene presencia en redes sociales-, únicamente un 20% gestiona pedidos/reservas online (es decir, hacen negocios por Internet) y sólo un 8% tiene un apartado para clientes registrados (con todo lo que significa en términos de fidelización y trazabilidad). Si se amplía el análisis a las tecnologías más vanguardistas, el panorama es aún más desolador: firmas que usen big data, 11% del total; IA, 8%; IoT, una de cada tres. Consecuencias: el 85% de las empresas españolas presentan un bajo o muy bajo desempeño digital; en ningún indicador digital europeo nos situamos entre los cuatro primeros países. En resumen: imposible encontrar en toda Europa en segmento empresarial que, a pesar de su tamaño, potencia y capacidad, tenga un peor desempeño digital.
Las consecuencias de estas disfunciones son milmillonarias. En términos presupuestarios, 8 de cada 10 euros que se gastan online en España se van fuera de nuestras fronteras, lo que genera un déficit en saldo neto exterior de 23.151 millones de euros al año. Los debates sobre el sostenimiento de las pensiones o sobre cómo mejorar nuestros sistemas sanitarios o educativos serían otros si nuestra competitividad digital estuviese a la altura.
En cuanto al empleo, la escasa permeabilidad de las empresas acaba, de una forma u otra, perjudicando a nuestra fuerza de trabajo. Históricamente, la presencia de especialistas en TIC en nuestro tejido productivo ha sido baja, pero en el último año el diferencial negativo con la media europea ha aumentado un 40%. La explicación se encuentra en la contratación: un 2% menos, hasta alcanzar el nivel más bajo desde 2007. A pesar de la campaña mediática sobre grandes bolsas de puestos de trabajo, el número de empresas que tiene dificultades para cubrir vacantes digitales está en un mínimo histórico del 2,5%. De ellas, un 60% admite que la dificultad radica en las "expectativas salariales de los solicitantes". Reconozcámoslo de una vez: la digitalización es imposible sin empleo, y salarios, dignos.
La formación en nuevas tecnologías, el tótem panegírico que llena discursos de políticos y empresarios, pasa por un momento crítico: también desciende un 2% en 2020; sus peores registros desde 2013. Dicho de forma contundente: trece millones de personas trabajadoras no han recibido formación en nuevas tecnologías en todo un año. Ha llegado el momento de pasar de los salones de conferencias de unos pocos a las aulas de formación continua para todos.
Admitamos, por tanto, los hechos: las empresas no invierten lo necesario en TIC; no competimos en pie de igualdad con nuestros vecinos europeos en términos de digitalización, lo que supone una grave merma para nuestro Estado del Bienestar; no creamos empleo tecnológico, y cuando lo hacemos, no es comparable en condiciones y derechos al del resto de Europa. Y no, no formamos a nuestra fuerza laboral para el presente y futuro que nos espera.
Solo a partir de este reconocimiento podremos construir aquello que todos anhelamos: una economía moderna, competitiva, sostenible, resiliente, repleta de empleo tecnológico, digno y con la máxima cualificación.