La extrema cautela es el denominador común de la actitud con la que los principales bancos centrales afrontan el escenario post-Covid. Lo evidenció esta semana el esfuerzo de la Reserva Federal por iniciar una retirada de estímulos muy pausada (con una reducción de las compras de activos de sólo 15.000 millones al mes) y ajustada al milímetro a lo que el mercado previó.
El Banco de Inglaterra llegó incluso más lejos al optar por una total inacción que lo llevó a rehuir no sólo las alzas de tipos sino incluso la revisión de su expansión cuantitativa. Su elevada prudencia sólo es comparable a la propia del BCE, carente incluso de un calendario tentativo sobre futuras subidas de las tasas y de un plan definido para retirar estímulos (este último se hará esperar hasta diciembre). Es por completo razonable que los bancos centrales se afanen en aplicar una cirugía de máxima precisión en todas sus actuaciones ante los riesgos que aún acechan a la recuperación. No obstante, su modo de actuar también implica amenazas. Existe un serio riesgo de que los altos niveles actuales de inflación no se corrijan antes del verano como se preveía. Está aún por verse el efecto en los precios del gas que la llegada del invierno provocará, al tiempo que el barril de petróleo se encamina a los 120 dólares en 2022. Tampoco se observan visos de próxima solución para el alza de las materias primas y el bloqueo en las cadenas de suministros.
La persistencia de la inflación en sus altos niveles actuales desbarataría el regreso pausado a la ortodoxia monetaria
La mezcla de todos estos factores es una bomba de relojería capaz de desbaratar por completo el regreso ordenado y paulatino a la ortodoxia en política monetaria. Si los bancos centrales se ven finalmente abocados a actuar más rápido de lo previsto, la recuperación económica descarrilará.