
Desde que, en 1978, el entonces presidente de la Reserva Federal Paul Volcker eligiera Jackson Hole como lugar de reunión de los banqueros centrales debido a su afición a la pesca, este valle al pie de las Montañas Rocosas en Wyoming (Estados Unidos) acoge todos los años el simposio que, simbólicamente, representa el inicio de curso para los encargados de ejecutar la política monetaria en sus respectivas zonas de influencia.
La cita de este año ha estado marcada por la intervención inaugural, llevada a cabo por el actual mandatario de la Fed, Jerome Powell, quien ha admitido una cierta preocupación por un aumento de la inflación algo mayor de lo esperado. Es, por ello, por lo que, si bien no se ha mostrado favorable a una modificación al alza de los tipos de interés (actualmente se encuentran en el 0-0,25% y la intención es mantenerlos en ese rango hasta 2023), sí ha manifestado su predisposición a aplicar una política de mercado abierto algo más restrictiva, reduciendo el ritmo de compra de activos antes de que finalice el año.
A corto plazo, esta medida no parece que vaya a comportar grandes consecuencias. De hecho, el propio Powell reafirmó su convencimiento de que las tensiones inflacionistas que actualmente se detectan en Estados Unidos son un fenómeno puntual y, en realidad, los mercados apenas reaccionaron ante sus palabras. Sin embargo, está por ver el efecto que puede suponer sobre la economía en el medio y largo plazo, ya que se corre el riesgo de consolidar una estrategia de retirada de estímulos prematura en un escenario pospandemia ávido de incentivos expansivos. No hay que perder de vista que, a diferencia del Banco Central Europeo (BCE) que se centra únicamente en la inflación como objetivo de política monetaria, la Reserva Federal añade a ese fin el crecimiento económico y la creación de empleo, hallándose este aún por debajo del potencial de la economía americana.
Esta nueva tendencia ya se ha ido apreciando en otros bancos centrales a lo largo de este año. El pasado mes de marzo, dos economías emergentes como Brasil y Rusia decidieron, directamente, aumentar los tipos de interés y en verano le siguieron algunos países europeos como Hungría o la República Checa. De todas formas, el mercado estadounidense continuará inundado de liquidez, por lo que no resulta previsible que una menor adquisición de activos por parte de la Fed redunde en un aumento de los tipos de interés de mercado, si bien es cierto que, si la inflación se mantiene alta durante un período de tiempo significativo, habría que estar vigilantes a las posibles distorsiones generadas por tipos de interés reales negativos.
Por su parte, el BCE continúa, también, con su negativa a aumentar los tipos de interés aun en el caso de que la inflación superase su objetivo máximo del 2%. Más allá de centrarse en datos de inflación para lapsos de tiempo muy concretos, la nueva orientación de la máxima autoridad monetaria europea establece que el incremento de precios debe superar el citado objetivo del 2% de manera consolidada a medio plazo. Sin duda, se trata de una reconfiguración en su manera de proceder, prestando atención, más allá de lo que le obligan sus propios Estatutos, al estado de la economía real. Aun así, esta nueva estrategia está generando cierto disenso en el Consejo de Gobierno del propio BCE, ya que algunos de sus miembros consideran que, si bien es cierto que la tasa de interés actual apuntala las inversiones y las exportaciones europeas, puede actuar como desincentivo para aquellos países de la eurozona conminados a reducir su déficit. A pesar de todo, y aun teniendo en cuenta que las tensiones inflacionistas en el Viejo Continente no son tan fuertes como en Estados Unidos, el 3,9% en el aumento de los precios en Alemania durante el mes de agosto y el 3,0% de media en la eurozona han resultado ser el acicate necesario para que, en su última reunión, el Consejo de Gobierno decidiera (como ya ha hecho la Fed), reducir el ritmo de compra de bonos.
Así pues, salvo las excepciones mencionadas, parece que esta será la tónica a seguir por los principales Bancos Centrales del mundo. Reino Unido, con una postura muy similar a la estadounidense, ha decidido mantener los tipos de interés en el 0,1% ya que, a pesar del pronóstico de crecimiento del 7,5% del PIB, prevé una desaceleración moderada y que, por tanto, los picos inflacionistas que se puedan producir sean temporalmente breves. Idéntica línea ha mostrado el Banco Popular de China, más preocupado por continuar proporcionando liquidez a los mercados que de mantener a raya una inflación que considera bajo control. Mención aparte merece Japón que, embarcado en su sempiterna lucha contra la deflación, ha decidido mantener los tipos en un anómalamente bajo -0,1%.
En cualquier caso, la evolución mundial de la pandemia seguirá determinando la hoja de ruta de los bancos centrales. Los más que razonablemente buenos resultados de las estrategias de vacunación, así como los repuntes previstos en la actividad económica hacen pensar que la política monetaria será el instrumento utilizado para reforzar la reversión del deterioro de las variables. Aun así, la capacidad de adaptación a los posibles vaivenes derivados de la pandemia dictaminará si los bancos centrales se comportan como alumnos aplicados o, si, por el contrario, en septiembre de 2022 deberán tomar nota de los deberes que no hayan hecho a lo largo de este curso.