
"Histórico" es el adjetivo más repetido a la hora de calificar el acuerdo del G-7, firmado el pasado sábado, para establecer un tipo mínimo global en Sociedades del 15%. Conviene, sin embargo, ser mucho más comedido sobre el alcance real de este pacto, considerando los ímprobos obstáculos que afronta para implantarse.
La primera prueba de fuego llega en la reunión del G-20 de julio, en la que un número mucho mayor de países tomarán parte. Con todo, el verdadero desafío lo plantea la aprobación de la medida en el seno de cada uno de los Estados, incluidos aquellos cuyos Gobiernos son más proclives a esta armonización. El presidente Biden es su principal impulsor, pero necesita una mayoría reforzada para lograr el placet del Senado. En la UE, los problemas se multiplican considerando que la discrepancia entre sus países miembros es mayor que nunca y se requiere una decisión unánime. No en vano los estatutos comunitarios son taxativos a la hora de reconocer la plena soberanía de cada Estado sobre sus impuestos directos, y ese principio es precisamente el que está en juego. Sin duda, resulta lógica la búsqueda de mecanismos para que las multinacionales tecnológicas tributen donde generan sus beneficios, en lugar de desviar sus ganancias a través de prácticas de ingeniería fiscal. Muy distinto es, sin embargo, el afán de que se sometan a tipos impositivos semejantes, o incluso iguales, en todos los territorios.
Las economías deben contar con medios para sacar partido de sus ventajas competitivas y atraer inversiones
En ese caso, se estaría coartando la libertad de las economías más eficientes para sacar partido de esa legítima ventaja, que les permite recurrir a impuestos más bajos, capaces de atraer mayores inversiones foráneas. La capacidad de competir entre sí de las diferentes economías debe respetarse.