En 2019, meses antes de la pandemia, el presidente de Copa Airlines, Stanley Motta, al recibir el "Premio Enrique V. Iglesias", durante el III Congreso Iberoamericano de CEAPI, pareció entrever en su discurso muchos de los retos que el COVID-19 ha convertido en urgentes para nuestra región. En concreto, la necesidad de acometer cambios y el rol protagonista al que están llamados los empresarios. Aquel día Motta señaló que "el mundo siempre ha enfrentado cambios, pero no me deja de sorprender la velocidad con la que se suscitan hoy. El sector empresarial no debe esperar los cambios, los tenemos que liderar".
La pandemia ha acelerado estos procesos señalados por el presidente de Copa y los ha dado una vigencia y actualidad aún mayores. De hecho, una de las lecciones que deja la actual crisis es que Iberoamérica está obligada a reinventarse si no desea quedarse aislada y en la periferia del desarrollo y del mundo de la IV Revolución Industrial. La pandemia ha exacerbado los problemas estructurales y déficit históricos de la región para no perder la estela del mundo que surja tras el virus. Lograrlo requerirá de profundas reformas que vinculen a los países iberoamericanos con la revolución tecnológica y digital.
En ese proceso de engancharse al vagón del desarrollo, los empresarios iberoamericanos están llamados a cumplir un papel decisivo. En CEAPI hemos comprobado en múltiples reuniones que el empresariado regional tiene ideas y ganas de colaborar en este reto. Un desafío que pasa por el diseño de un nuevo contrato social que, si bien tendrá peculiaridades de país a país, dependiendo de su idiosincrasia, sin duda portará también componentes y contenidos comunes.
Ese nuevo pacto social es la argamasa para construir sociedades iberoamericanas con menores desequilibrios y una matriz económica más productiva y competitiva basada en la innovación, exportación diversificada y con valor añadido, respaldada en un desarrollo inclusivo socialmente y sostenible medioambientalmente. Un nuevo contrato social nacido del consenso entre todos los actores (políticos, empresarios, trabajadores, organizaciones sociales, etc.) y sostenido por instituciones transparentes y un Estado eficaz y eficiente para impulsar políticas públicas efectivas que amparen la seguridad jurídica, clave para estimular la inversión local y extranjera.
En esa agenda el empresariado tiene mucho que decir y mucho que aportar. Ese nuevo contrato no se puede ver la luz de espaldas al sector ni tampoco los empresarios pueden quedarse al margen o acabar como meros convidados de piedra.
El nuevo pacto pasa por una intensa y coordinada colaboración público-privada, lejos de la trasnochada y estéril dicotomía público vs privado. Una alianza que es una moneda de dos caras: de un lado la garantía de que las administraciones impulsarán políticas de estado basadas en amplios consensos políticos y de largo plazo ajenas a los vaivenes, volatilidades e inseguridades de la política partidista coyuntural. Del otro lado de la moneda, el desafío del sector empresarial estará en saber combinar el legítimo interés propio con el interés general sin que ambos entren en contradicción.
Evidentemente, la predisposición del empresario a hacer ciertas renuncias y aportar al bien común va de la mano con un estado transparente que no dilapide los ingresos fiscales a causa de la corrupción y clientelismo. Y que sea capaz de desplegar políticas públicas bien focalizadas pues, hasta ahora, los esfuerzos de gasto público, transferencias condicionadas, sobre todo, no han sido capaces de variar la situación de pobreza y desigualdad social antes y después de impuestos, prueba de que esas políticas no están funcionando.
Este contrato contiene una vertiente social y económica en la que el empresariado es un elemento fundamental sobre todo en un contexto en el que la pobreza va a aumentar muy marcadamente por la pandemia. El sector empresarial es el actor decisivo para crear las condiciones adecuadas para impulsar un desarrollo inclusivo y sostenible. Es decir, la apuesta pasa por mejorar la formación de los trabajadores y promocionar el empleo formal como herramientas para disminuir pobreza y desigualdad.
Y desde el punto de vista económico, Estado y sector empresarial tienen un común interés: no perder el tren de la IV Revolución Industrial vinculándose a la revolución tecnológica y digital, lo que pasa por hacer de productividad y competitividad los ejes de un crecimiento económico entendido más como desarrollo inclusivo y sostenible que como mera expansión del PIB. Como señala Ana Botín, "necesitamos un nuevo contrato social para construir un mundo más sostenible o dar una educación del siglo XXI son retos que tenemos que afrontar entre todos".
Este nuevo pacto es la piedra angular sobre la que construir la Iberoamérica del siglo XXI. La nueva normalidad no podrá ser un puente para regresar a la vieja normalidad, con sus déficit y problemas estructurales que encajonaban y limitaba el desarrollo regional. Ese pacto social es nuestra particular vacuna frente a otros virus que nos acechan sobre los que Motta alertaba en aquella cena: "En nuestra región el populismo y la pobreza son dos de las amenazas más grandes que tenemos que contener. La única manera de ganar estas batallas es mejorando la capacitación de nuestra gente, educándolos y fortalecer sus valores".