Los cantos de sirena de la tercera revolución industrial comenzaron mucho antes, pero no fue hasta los años 2007-2008 cuando realmente irrumpió en nuestras vidas el irresistible fulgor de la ubicuidad tecnológica. Cuando comenzaron a convencernos a todos de que la verdadera y buena vida estaba en las redes sociales, en compartirlo todo y en desnudarse por completo en el torrente público y efímero de la vanidad digital. Cuando se persuadió casi a cada ciudadano para que creara su audiencia, muchas veces más imaginaria que real, y se pasara más horas que menos haciéndose selfis. O, peor, exhibiendo irresponsablemente al mundo la vida de sus hijos. Cuando, en fin, los apóstoles de la falsa democratización de la tecnología nos colaron el concepto de vida digital. Anzuelo que tanto la generación Y como la Z, y algún ya talludito early adopter, engulleron con la boca llena, a grandes mordiscos y casi con ansia. Al menos al principio.
Antes de que el pandémico coronavirus nos obligase a digitalizar nuestras interacciones hasta límites antes insospechados, aquella vida digital en un inicio reverenciada y ansiada comenzaba a mostrar síntomas de agotamiento. Tal vez por la excesiva presión de los algoritmos para que consumamos productos o ideas.
Así por ejemplo, un estudio con escolares mostraba que a un 63% no le importaría que las redes sociales no se hubieran inventado nunca, y el 71% afirmaba tomar descansos digitales para desconectar de ellas. Otro estudio con millennials reveló la creciente importancia que para ellos tienen las vivencias reales: el 78% preferían gastar dinero en experiencias antes que en compras, y el 55% afirmaba estar gastando más en eventos en vivo que nunca. Según ese mismo estudio, el porcentaje de clientes que compraron entradas para estos eventos prácticamente se multiplicó por dos entre el año 1990 y el 2010. Incluso en el mercado de la realidad virtual los entornos reales comenzaban a abrirse paso. Así, una proyección estimaba que la industria del entretenimiento basado en localizaciones físicas crecería hasta convertirse en un mercado de 12.000 millones de dólares en torno al año 2023. Todos estos datos son correlativos tanto a la tendencia creciente que se venía observando hacia la creación de espacios experienciales, en sectores tan diferentes como banca (Caixabank), viajes (Pangea) o librerías (Taiga), como al renacimiento del retail.
Resulta sumamente sugerente preguntarse cómo afectará la pandemia provocada por el coronavirus a esta tendencia de regreso a lo analógico. Abundan hoy día muchas opiniones, algunas desinteresadas y otras no tanto, que certifican que esta crisis representa el último peldaño para el advenimiento de la hegemonía digital definitiva, el reinado sin retorno del comercio electrónico, la teleeducación, la telemedicina, el teletrabajo y todos sus sucedáneos y derivados.
Nadie duda de que vaya a ser así, al menos parcialmente o temporalmente. Pero lo que sí parece claro es que la radicalización digital no encaja con el ansia de la mayoría de ciudadanos mientras esperaban el fin del confinamiento. Ni con las celebraciones cada vez que una comunidad llega a la siguiente fase de la desescalada. Ni por supuesto, con los incontables suspiros en las redes sociales por lo que teníamos y no valorábamos, y no sabemos si hemos perdido para siempre.
Quizá la avidez por volver a la normalidad, no a la nueva, sino a la de siempre, sea el indicador clave de que lo exclusivamente digital deja un vacío difícil de rellenar: el de las experiencias reales, el del contacto humano y el de las emociones verdaderas. Y la prueba definitiva de que no existe el cliente digital, porque el cliente sigue siendo el mismo de siempre: una persona de carne y hueso que respira, piensa y siente. Y de que la vida digital tampoco existe, porque la verdadera y buena vida es la que siempre ha sido: la de las miradas genuinas y los abrazos sentidos. Decía Kafka, escéptico con la correspondencia, que los besos escritos no llegan a su destino. No imaginaba cuánta razón tendrían sus palabras en una relación digital plena forzada por el confinamiento.
Desde esta óptica cobra pleno sentido el pensamiento de Paul P. Maglio, uno de los investigadores clave en ciencia de servicios, quien durante una ponencia en un congreso afirmó que el mundo no está basado en sistemas ni en robots sino en personas, y que el verdadero valor se crea entre ellas, no entre las máquinas y las personas. Y que, por cierto, tiene menos sentido enseñar a los seres humanos a relacionarse con las máquinas que enseñar a las personas a relacionarse entre ellas a través de las máquinas. Puede que el matiz parezca nimio, pero en realidad la diferencia entre ambos planteamientos es tan abismal como crucial.
En su día, un smartphone o ser parte activa de una de las primeras redes sociales eran objetos de deseo. Como fueron también signos de modernidad hacerse un selfi o compartir un meme. Durante la desescalada, lo que se espera con ansia es el momento para volver a abrazar a nuestros familiares o para reencontrar a nuestros amigos en la barra de un bar. Y de esta manera, a través de la paradójica acción de un virus, muchas cosas se han puesto en su lugar y lo analógico se ha convertido en lo nuevo digital. En el nuevo objeto de deseo.
Conforme el siglo avanza la reflexión más importante que se sitúa ante nuestros ojos no es qué es un ser humano, sino qué queremos que sea. Frente a los dictados de las grandes plataformas digitales y de la plaga de gurús de la transformación digital, que ansían transmutar toda acción en dato y todo ocio en negocio parece que, de momento, el ser humano sigue queriendo despegar los ojos del espejismo digital para buscar a sus iguales, para compartir vivencias y exprimir emociones.
Y que muchas personas, incluso muy jóvenes, reivindican la autenticidad que hay en el cara a cara por encima de la vacuidad del pantalla a pantalla. Queda por ver la aplicación que de esta constatación harán a medio plazo tanto grandes marcas como pequeños negocios. En cualquier caso, la gran enseñanza de esta crisis es que el ser humano, una vez más, se resiste a ser otra cosa que humano. Y por ese motivo, al menos de momento, el futuro de la humanidad, en su sentido más pleno, sigue siendo esperanzador.