
El vicepresidente social del gobierno debe tener información reservada suficientemente grave como para denunciar, en sede parlamentaria y con la rotundidad que da su alta responsabilidad, que desde uno de los partidos de la oposición se pretende organizar un golpe de Estado.
Como miembro de la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos de Inteligencia podría haber conocido algún documento que llevara la firma de los dirigentes de ese partido, o haber tenido constancia de reuniones secretas con el Ejército o la Guardia Civil, para conseguir el desalojo del gobierno de coalición del poder por métodos violentos y antidemocráticos. Tal vez el vicepresidente haya tenido acceso a movimientos de tropas o maniobras con armamento mantenidas en secreto en instalaciones como la Brigada de Infantería Acorazada "Guadarrama" XII, acantonada en El Goloso, porque para hacer en el Congreso tal afirmación, un gobernante debe tener pruebas palpables que no le hagan caer en un error.
Ningún ciudadano español que no sea seguidor a fe ciega del vicepresidente pensaría que tales barbaridades están ocurriendo, pero debemos concederle el beneficio de la credibilidad viniendo de quien viene la advertencia. Y debemos igualmente valorar el detalle de la información que da a los ciudadanos al asegurar que "quieren dar un golpe de Estado pero no se atreven". Juicio de hechos sin demostrar y de intenciones a la vez.
Cada comparecencia de Iglesias ante los ciudadanos en los últimos días ha sido aprovechada para provocar altercados dialécticos con la oposición
Porque lo más parecido a un intento de derrocamiento que hemos visto en este encierro obligatorio son las caceroladas y la manifestación en coches de miles de personas haciendo sonar sus bocinas y haciendo visibles las banderas de su país. Ese debe ser el golpe de Estado que ve Pablo Iglesias, el que le sirve para mantener su estrategia de confrontación exenta de los límites que en el parlamentarismo casi siempre se habían respetado hasta que su formación política irrumpió en la escena pública en el año 2014. Lo que diferencia esta vez su constante empeño en descalificar a sus adversarios es la intención de advertir a los españoles del riesgo que corre la democracia española, algo a lo que se ha sumado su socio en el gobierno, el presidente Pedro Sánchez. Ambos han repetido esta semana en el hemiciclo que "nos estamos jugando la democracia", y la ministra de Igualdad reforzó las invectivas asegurando que los partidos de derecha "están llamando a la insubordinación del Ejército".
Cada comparecencia de Iglesias ante los ciudadanos en los últimos días ha sido aprovechada para provocar altercados dialécticos con la oposición, con los que alimentar la cortina de humo con que se tapa la verdadera actualidad del país. Así se tapan las colas del hambre de barrios como el de Aluche, extendidas ya a todas las ciudades españolas; así se tapa la posible imputación del vicepresidente por el affaire de la tarjeta del móvil de su asesora, y sobre todo se intenta tapar el escándalo de la Guardia Civil, la última de las instituciones públicas que sucumbe a la instrumentalización del gobierno para sus intereses, tras el CIS, RTVE, la Abogacía y la Fiscalía del Estado. Los tribunales tendrán que dirimir si fueron obstrucción a la justicia las exigencias realizadas al cesado jefe de la Guardia Civil en Madrid para que incumpliera una disposición legal con el fin de que el gobierno conociera las acusaciones que se hacen en un informe pericial destinado a una juez. Nótese que, junto
al Cuerpo Nacional de Policía, sólo queda ya el Ejército por sufrir esa instrumentalización, y las acusaciones desde el gobierno a la oposición hacen referencia a que se está llamando a la revuelta de los mandos militares.
Lo más curioso de la criba que ha efectuado el ministro de Interior Fernando Grande-Marlaska en el Instituto Armado es que el informe que debería ser reservado, y que sólo debería conocer la juez, llegó a las redacciones de todos los medios digitales con el fin de que el cuerpo sufra el escarnio que le corresponde por negarse a cumplir órdenes políticas.