
Desde que fue elegido presidente, Donald Trump hizo casi todo lo que la sabiduría económica convencional considera una herejía. Ha erigido barreras comerciales y atizado la incertidumbre con amenazas de más aranceles. Ha presionado a las empresas privadas. Ha vuelto a suavizar la normativa de los bancos. Más de una vez atacó a la Reserva Federal por políticas que no eran de su agrado. Aumentó el déficit presupuestario aun cuando la economía se acercaba a la plena capacidad. En la lista de lo que un responsable de políticas no tiene que hacer, Trump marca muchos más casilleros que cualquier otro presidente norteamericano de posguerra.
Sin embargo, la expansión más prolongada de la economía estadounidense de la que haya registro continúa. La inflación es baja y estable. El desempleo está en un punto mínimo de 50 años. La tasa de desempleo para los afronorteamericanos es la más baja que se haya registrado hasta la fecha. La gente que había dejado el mercado laboral está regresando y encuentra empleos. Y los salarios en la base de la distribución hoy están subiendo un 4% anual, considerablemente más rápido que el promedio. En la lista de deseos económicos de un votante, Trump marca más casilleros que la mayoría de sus antecesores.
El interrogante político sobre el que especula todo el mundo es si este desempeño económico le hará ganar a Trump un segundo mandato. Pero el interrogante económico igualmente importante (y relacionado) es si les enseñará a los gobiernos de todo el mundo que las iniciativas temerarias se imponen a las políticas económicas basadas en el análisis. Si lo hace, la experiencia será ridiculizada y las instituciones políticas internacionales perderán toda credibilidad que les haya quedado. Los bancos centrales independientes bien pueden convertirse en reliquias del pasado. Los populistas en todas sus formas se sentirán envalentonados.
Algunos, como Joseph E. Stiglitz, consideran que los logros de Trump son una ilusión. Es verdad que el panorama no es del todo rosa. En todo caso, el déficit comercial ha aumentado. Las áreas en crisis no se han recuperado. La desigualdad sigue siendo deplorable. Pero esto no es motivo para pasar por alto los puntos positivos. Hace falta análisis, más que negación, para arrojar luz sobre lo que está sucediendo.
El respaldo fiscal y monetario son los factores que permiten el crecimiento
La política económica de la administración Trump es un cóctel extraño: una parte de proteccionismo comercial e intervencionismo industrial populista; una parte de los típicos recortes impositivos republicanos que favorecen a los ricos y de desregulación amigable con la industria; y una parte de estímulo fiscal y monetario keynesiano. La pregunta que hay que formularse es a cuál de estos ingredientes se pueden atribuir los resultados económicos.
La agenda populista de Trump está muy orientada hacia el corazón industrial de EEUU. Se supone que la protección comercial hará que la industria norteamericana vuelva a ser competitiva, por lo menos en el mercado doméstico, mientras que a las empresas se les está diciendo que inviertan en el país y no en el exterior. Sin embargo, el porcentaje de la industria en el PIB todavía está dos puntos porcentuales por debajo de su nivel anterior a la crisis financiera de 2008, y se han perdido 900.000 empleos industriales.
Es verdad, Trump sigue ejerciendo presión. El acuerdo comercial de "fase uno" de EEUU y China compromete a los chinos a casi duplicar las importaciones de productos fabricados en EEUU para 2021. Pero, como ha señalado Chad Bown del Instituto Peterson de Economía Internacional, el objetivo es poco realista. Y no hay señales de un resurgimiento industrial pergeñado por Trump.
El principal objetivo de la política fiscal de la administración Trump es fomentar el crecimiento recortando el tipo impositivo de Sociedades del 35% al 21%, ampliando al mismo tiempo la base tributaria. Esto se complementa con lo que Trump describe como la campaña de desregulación más ambiciosa de la historia, pero, según él mismo admitió, las medidas contra la burocracia empezaron a surtir efecto hace poco, de manera que no responden por los resultados económicos.
En un meticuloso análisis colaborativo, Robert J. Barro de Harvard, un economista de inclinación republicana, y Jason Furman, también de Harvard y presidente del Consejo de Asesores Económicos del presidente Barack Obama, ofrecen un análisis numérico del impacto de la reforma fiscal corporativa. Su conclusión es que reducir el coste del capital es un punto positivo a largo plazo, pero que su impacto inmediato en el crecimiento del PIB es menor a 0,15 punto porcentual por año: un aporte menor al desempeño económico actual. En cualquier caso, el crecimiento relativamente débil de la inversión sugiere que los menores impuestos corporativos no están impulsando la expansión.
Lo que nos queda, entonces, es la explicación keynesiana: el respaldo fiscal y monetario son los principales factores detrás de la extensión y la fortaleza de la expansión. Del lado fiscal, la combinación de recortes impositivos y aumentos del gasto puede haber impulsado el PIB alrededor del 2% desde 2017. Del lado monetario, la Fed cambió su curso en 2019 y revirtió algunas de las alzas de tipos de interés que había implementado anteriormente para frenar los riesgos inflacionarios. Finalmente, los múltiples aumentos de los salarios mínimos estatales y locales han llevado el salario mínimo efectivo a unos 12 dólares por hora (66% más alto que el mínimo federal, que se mantuvo igual en el gobierno de Trump), haciendo subir los ingresos bajos y logrando que la expansión resultara más inclusiva.
Por lo tanto, la razón principal de un crecimiento persistente y un empleo récord en EEUU no es ni la política comercial y las intervenciones industriales, ni los recortes de impuestos corporativos y la desregulación, sino más bien el estímulo de la demanda. Nada daba a entender este resultado. En su evaluación del verano de 2017 de EEUU, el FMI estimaba que la economía estaba cerca del pleno empleo, respaldaba un ajuste monetario y advertía sobre un crecimiento de la deuda pública.
Un entorno de inflación y tasas de interés bajas requiere de políticas audaces
Más allá de cuál fuera la motivación, estimular una economía en la que el desempleo ya estaba por debajo del 5% era un experimento. Presuponía confianza en los beneficios de una "economía de alta presión" donde los mercados laborales restringidos atraen a las personas rezagadas y ayudan a crear nueva capacidad. Suponía una cierta indiferencia a los déficits fiscales. Y exigía una toma de riesgo por parte de la Fed, que era acusada de ceder a la presión política pero que, en verdad, cumplió con su mandato al poner a prueba los límites de la expansión. El experimento ha funcionado –al menos hasta ahora.
En general, la lección del éxito económico evidente de Trump no es que la imprudencia y el nacionalismo económico deban guiar las políticas. Es que, en un contexto de baja inflación y tasas de interés bajas, el espacio para políticas expansionistas es mayor de lo que se cree normalmente; que este entorno exige políticas audaces, en lugar de la timidez habitual; y que las políticas pueden fomentar la inclusión económica.
Por supuesto, la capacidad de los votantes para asignar causas a resultados es limitada. De manera que, desafortunadamente, tal vez ésta no sea una lección que vayan a aprender.