
En los últimos trimestres son múltiples y variados los indicadores que evidencian la ralentización de la economía. Es un fenómeno que se refleja por igual en las ventas del comercio minorista que en las estadísticas de inversión o del sector exterior.
Tampoco la evolución de la recaudación tributaria podía permanecer ajena al enfriamiento del PIB, y así ocurre tanto en la tributación directa (IRPF) como en la indirecta (IVA). En estos casos, no hay lugar para alarmismos ya que ninguna de las dos figuras tributarias muestra descensos y su rendimiento sigue al alza. El problema radica en la premura con la que está perdiendo velocidad en comparación a un ejercicio tan cercano como 2018. En el caso del IRPF han llegado a producirse grandes diferencias. Entre los pasados meses de abril y junio el avance registrado del 2,9 por ciento contrasta vivamente con el 9,3 por ciento propio del mismo periodo de 2018. Pero aún más significativa es la situación que muestra el IVA, cuyo comportamiento tiende a mostrar más estabilidad a lo largo del año. Sólo puede sorprender que, en el trimestre que estamos a punto de terminar, aquél que comprende la temporada de vacaciones (especialmente propicia para el consumo) sólo crezca un 4,8 por ciento frente al 34,8 de hace un año. Desaceleraciones tan bruscas y continuadas empiezan a marcar tendencia y existe el riesgo de que se mantengan, o incluso, se profundicen en los próximos meses.
La Administración contará aún con menos recursos debido a la desaceleración que sufren tanto el IRPF como el IVA
Las Administraciones deben asumir que van a contar con menos recursos por lo que deberían replantearse el alza del gasto que han permitido desde el inicio del ejercicio y que ha llevado a superar en el primer semestre el tope de déficit de todo el año. El control de los desembolsos debe ser aún una prioridad.
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