
Esta semana nos hemos llevado un buen susto. El viernes 13 de septiembre la cotización del petróleo Brent cerraba a 60 dólares por barril, el lunes 16 alcanzaba los 72 dólares y cerraba ese día en los 68 dólares. La espectacular subida era consecuencia de un ataque el día 14 sobre el principal centro de procesamiento de petróleo saudí en Abqaiq. Durante unos días un porcentaje muy elevado de las exportaciones de crudo saudí, algunas fuentes estiman que hasta un 50 por ciento, quedaron comprometidas. La planta atacada prepara el crudo obtenido en el subsuelo para su exportación a través de buques petroleros. Procesa 6,8 millones de barriles diarios de una producción total de Arabia Saudita de unos 7,7 millones de barriles al día. La planta ya fue atacada por al-Qaeda en 2006.
El dominio de la región supone poseer el 50% de las reservas mundiales
La autoría del reciente ataque está aún por determinar. Mientras ha sido reivindicado por los rebeldes yemeníes, apoyados por Irán, todavía se está investigando el grado de intervención de Irán en la acción. Sea como fuere, el ataque se enmarca en el largo conflicto entre Irán y Arabia Saudí por el control del Golfo Pérsico. Los países del Golfo poseen el 50 por ciento de las reservas mundiales de petróleo, y, por tanto, el dominio político y militar del área supone un inmenso poder para el que pueda conseguirlo. El conflicto entre Irán y Arabia Saudí se remonta a la noche de los tiempos. Desde que tenemos noticias históricas, los pueblos persas de origen indoeuropeo (la etimología de Irán hace referencia al origen ario de sus gentes) se han enfrentado a los pueblos semitas de la zona (hoy los llamaríamos árabes) por el control de las aguas de Mesopotamia, esto es, las cuencas del Éufrates y el Tigris, y, más recientemente, por el control de un recurso esencial como es el petróleo. Por tanto, no es de extrañar que, con la llegada del islam, y tras múltiples avatares, Irán se haya convertido en la cabeza del mundo chiíta, mientras Arabia Saudita se considera a sí misma como la guardiana de la ortodoxia suní. Si hay dos formas de entender el islam, los persas no podían tener la misma que los árabes.
Es este eterno conflicto lo que explica la fuerte raíz nacionalista de la revolución iraní, la guerra Irán-Iraq o las históricas malas relaciones entre en Teherán y Riad. Irán siempre ha aspirado a extender su poder en la zona apoyando a las po-blaciones árabes chiíes en países de mayoría suní o con gobiernos dominados por los suníes. Esto se haría más evidente tras el fracaso de EEUU en conseguir un Gobierno estable en Iraq tras el derrocamiento de Sadam Husein. La retirada de las tropas americanas creó un vacío de poder que ha aprovechado Irán para ejercer influencia en el país, en el que el 60 por ciento de la población es chiíta. Semejante expansión de la influencia persa en Oriente Medio la vemos en el apoyo a Hezbollah, organización chií libanesa o a la población chií en la guerra civil siria.
España necesita que se mantenga la capacidad de producción en esta área estratégica
En el Yemen, la mitad de la población profesa el islam suní, mientras que la otra mitad es zaidí, una forma de islam chiíta. La convivencia entre ambos grupos siempre ha sido compleja, pero desde hace cuatro años están en guerra civil abierta. Lógicamente, Arabia Saudita se puso desde el comienzo del lado del Gobierno suní, mientras que Irán apoyó a los rebeldes de mayoría chií. En juego está el control del sudoeste de la Península Arábiga y Arabia Saudí.
Las consecuencias de este conflicto son inciertas. Por una parte, si la escalada entre Riad y Teherán llega al punto de que se reduzca de forma permanente la oferta de crudo mundial, su precio puede subir a niveles estratosféricos. Casos parecidos los vimos cuando se produjo la guerra del Yom Kippur, que provocó la primera crisis del petróleo; el segundo shock petrolífero consecuencia de la revolución iraní en 1979; o la invasión de Kuwait por Iraq en 1990. Un caso curioso lo constituye la guerra entre Iraq e Irán en los años 1980 a 1988. En un primer momento, la guerra, que tuvo su epicentro en la región productora de pe-tróleo para ambos países, el estuario de Shatt al-Arab en la confluencia del Éufrates y el Tigris, redujo la producción de petróleo de ambos contendientes, elevándose los precios. Pero a medida que se alargaba el conflicto, los contendientes incrementaron su producción para financiar el esfuerzo bélico, lo que terminó deprimiendo los precios del crudo hasta niveles previos a los shocks de los setenta.
El susto de esta semana es otro ejemplo de lo anterior. Cuando, tras el ataque, se estimó que la reparación de los daños podría ir para largo, el precio subió de manera inmediata. Pero una vez que se constatado que los daños son limitados y se ha recuperado en gran parte el ritmo de exportación, el petróleo ha vuelto a descender al entorno de los 63 dólares el barril.
La tensión con Irán y en concreto el conflicto del Yemen está consumiendo una gran cantidad de recursos financieros de Arabia Saudita. Baste como ejemplo mencionar que, en estos momentos, el país árabe es el tercero que más gasta en defensa en términos absolutos, solo por detrás de EEUU y China. En relación a su PIB, Arabia gasta casi el 9 por ciento en defensa frente al 3,2 de EEUU, el 1,9 de China o el 1 de Alemania o España. Además, Arabia Saudí destina el 30 por ciento del gasto público a defensa e Irán el 16. Estas cifras son elevadísimas en comparación con las de los países desarrollados. Mantener este esfuerzo bélico requiere recursos, la guerra en Yemen dura ya cuatro años y la tensión entre Arabia e Irán es eterna. Por lo tanto, a menos que el conflicto destruya la capacidad productiva o exportadora de alguno de los contendientes, el precio del petróleo no tiene porqué subir, e incluso podría bajar. Esto explicaría cómo, a pesar de la creciente tensión en la zona, el precio se mantiene en torno a unos ra-zonables 60 dólares el barril.
Para España, como para el resto de los países im-portadores, que la producción en el Golfo Pérsico se mantenga, es capital, ya que más del 40 por ciento de la energía primaria que se consume en España procede del petróleo. Esto es debido fundamentalmente al transporte, en el que todavía no tenemos una tecnología que reemplace de forma eficiente a los hidrocarburos líquidos como forma de almacenamiento de energía en los vehículos móviles, ya sean por carretera, por aire o por mar. Las baterías están muy lejos de contener tanta energía con tan poco peso. Y, mientras sea así, una elevación de 10 dólares del barril reduce nuestro PIB en dos décimas y aumenta los precios en casi un 1 por ciento.