
Hace unos escasos días, la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) propuso la creación de una renta mínima única estatal de entre 430 y 440 euros al mes que, eso sí, podría ser compatible con tener trabajo si los ingresos no alcanzan un determinado nivel. Se establece, por tanto, la renta del hogar como único requisito para el acceso a esta prestación, eliminando el relativo a la situación laboral que es el que funciona ahora para las prestaciones no contributivas, haciéndola compatible con un empleo y permitiendo que actúe como un complemento salarial hasta que alcance un determinado umbral considerado "salario suficiente".
Hoy en día, las prestaciones no contributivas para las personas en situación de exclusión social, asumen parcialmente el papel de lo que sería una renta básica universal. Son parte de las competencias de las Comunidades Autónomas y España están más o menos en la media europea en cuanto a generosidad. Es este un sistema de asistencia dual limitado contando los hogares potencialmente beneficiarios con una prestación que cubre, con carácter general, el riesgo de pobreza y con distintos tipos de subsidios que tratan de cubrir otras contingencias específicas. En realidad, son múltiples sistemas de asistencia, entre otras cosas porque cada comunidad autónoma tiene su propio modelo de ayudas, que varían mucho de una a otra. Además, debe reconocerse que tienen problemas de diseño y que los requisitos para acceder a la misma supongan una barrera para muchos potenciales beneficiarios.
La renta básica es un tema muy controvertido que ni es una idea moderna, ni es exclusiva de la izquierda. Esta reivindicación como forma de reparto más justa de la riqueza, focaliza la ayuda en la pobreza severa que se deriva en parte de una generación de ingresos repartida de forma muy desigual, y que en un porcentaje elevado se dedican a actividad improductiva y a especulación y no revierten a la actividad productiva. El debate sobre establecer una renta mínima como una respuesta a la automatización de los procesos productivos y las amenazas de paro masivo, atajar la desigualdad social y evitar el caos y el colapso de sociedades establecidas son las propuestas más repetidas en los últimos años de los best seller económicos. Paradójicamente, ha sido en Silicon Valley donde ha brotado un mayor apoyo a la misma como una herramienta para reducir los efectos de la automatización, lo que introduce aspectos socialistas de redistribución en la cuna del capitalismo.
Para otros autores esta medida tiene efectos perversos, como el efecto llamada de los desempleados si la renta mínima se aprueba sin ninguna exigencia de permanencia a los potenciales beneficiarios. También se señala que las ayudas de rentas mínimas suponen en muchas ocasiones un desincentivo al empleo o, en el peor de los casos, evita que accedan al mercado laboral. Parece evidente que quien recibe una renta básica se planteará rechazar según qué tipos de empleo, probablemente precarios.
Establecer una renta mínima sirve para atajar la desigualdad social y evitar el caos
Varios países ya han ensayado y puesto en práctica limitadamente la renta mínima con resultados tan divergentes como el prisma con que se analicen las conclusiones. El experimento finlandés mostraba una mejora en el nivel de estrés del trabajador, pero no un gran cambio a la hora de encontrar empleo. En Irán, que fue el país con una renta básica más extendida en la población, se comprobó una disminución efectiva de la pobreza, pero estuvo acompañada de una inflación muy fuerte, probable resultado de que se financiase a través de creación monetaria. En el caso de Alaska hay que remontarse a 1982, pero los estudios confirman que la medida no tuvo ningún efecto adverso en el empleo y ha servido para reducir poco a poco y paulatinamente las tasas de pobreza entre los más desfavorecidos de la población, eso sí, todo ello financiado con parte de las grandes reservas de petróleo existentes bajo su subsuelo (25 por ciento de los beneficios que granjeara la actividad).
Recientemente, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) publicó un informe centrado en cuatro países para ver su viabilidad, en qué condiciones y, sobre todo, cuáles serían sus efectos inmediatos. Y concluyó que es imposible implantar un problema de estas características sin realizar una importante reforma fiscal que suponga más recaudación, ya que de lo contrario, si la renta se financiase únicamente con el presupuesto actual destinado a ayudas sociales, tendría un efecto tremendamente negativo entre las capas más bajas de la sociedad. En España, las propuestas de la AIReF tendrían un coste fiscal de en torno a 5.500 millones, a los que habría que restar 2.000 millones de euros al evitar las duplicidades de las prestaciones no contributivas actuales. Es decir, entre 3.500 y 7.000 millones que tendrían que venir de una revisión profunda del IRPF lo que significaría elevar sensiblemente los impuestos para la mayor parte de la población.
Lo que parece claro es que en los cambios presentes y futuros no hay una solución que sirva para todos. Con toda seguridad, una estrategia de rentas mínimas será imprescindible, porque una gran parte de la población no tiene ni tendrá ingresos, y eso no parece que eso sea ni justo ni eficiente. Pero concretando el tema a nuestro país, probablemente fuera necesario también plantearse los problemas a medio y largo plazo de la economía y la sociedad española, y afrontar las reformas necesarias que nos permitan encarar con confianza los retos que se avecinan. El debate sigue candente.