
Hace ya muchos años que el mundo de la inversión empezó a interesarse por lo socialmente responsable. Pero, al principio, la forma de aplicar criterios éticos en las inversiones era muy simple, se basaba en la exclusión: simplemente se dejaba fuera de las carteras a aquellas compañías o industrias cuyas actividades se consideraban nocivas desde un punto de vista medioambiental o ético. Con los años, esta tendencia ha ido ganando relevancia y complicándose.
A día de hoy, la mayoría de las gestoras ya no se limitan a aplicar filtros de exclusión, sino que han empezado a integrar en su análisis tradicional los factores ASG (ambientales, sociales y de buen gobierno). Los incluyen en su proceso de toma de decisiones como un factor adicional que, además, resulta clave, al evitar riesgos -el de un Cambridge Analytica en Facebook, por ejemplo- que pueden acarrear grandes sobresaltos bursátiles.
Este argumento -el de que tener en cuenta estos factores reduce los riesgos en cartera- es uno de los que más insistentemente esgrimen las gestoras para respaldar su confianza en esta tendencia de inversión, que ya ha demostrado con números que es tan rentable como la tradicional, o incluso más.
Con la irrupción de la sostenibilidad, el mundo de la inversión ha empezado a manejar de forma habitual términos y acrónimos que hasta hace unos años apenas utilizaba. La UE contribuirá, con la normativa que prepara -que debería estar en vigor en 2022- a delimitar qué significa cada término y qué hay detrás de denominaciones como verde o sostenible. Intentará evitar, así, que algunas firmas empaqueten bajo la etiqueta de verdes productos que no lo son. Repasamos los términos más utilizados.
ASG. Es la españolización de ESG, el acrónimo que define la inversión en base a criterios medioambientales, sociales y de buen gobierno (environmental, social and governance, en inglés). Resulta más preciso que ISR (inversión socialmente responsable), pero en realidad habla de lo mismo: de la introducción de los criterios ASG en la toma de decisiones de inversión. Por detallar un poco más, la A -el criterio medioambiental- mide la contribución a la lucha contra el cambio climático; la S aglutina aspectos como el capital humano, la calidad de los proveedores o la seguridad en el producto, y es el pilar más intangible, según los expertos. Respecto a la G, coinciden en que es el criterio clave, porque de él depende todo lo demás. Analiza cuestiones como la transparencia y solidez del gobierno de la empresa, así como su alineamiento con los objetivos de la compañía y sus políticas para evitar riesgos de corrupción.
Taxonomía. La UE tiene en marcha un Plan de Acción sobre la financiación del crecimiento sostenible, y ésta es una de sus patas principales. La taxonomía establecerá un marco común para establecer si una actividad económica es sostenible desde un punto de vista ambiental.
Por tanto, inicialmente este reglamento solo afectará a la letra A del acrónimo ASG, y luego se irá ampliando. Definirá las actividades económicas que contribuyen a mitigar el cambio climático, pero también aquellas que tengan un impacto negativo en el medio ambiente -habrá una lista marrón-. Cualquier producto financiero sostenible vendido en la UE deberá contar con la etiqueta que verifique su impacto medioambiental. Los participantes en los mercados financieros deberán facilitar un documento que indique cómo se han aplicado los criterios referentes a las actividades económicas sostenibles para determinar la sostenibilidad de la inversión.
'Greenwashing'. Este término anglosajón, que se traduciría como lavado verde o engaño verde, se refiere al uso de términos como sostenible, responsable o verde como meras herramientas de marketing a la hora de comercializar productos financieros. La ausencia de una normativa que establezca qué es verde y qué no lo es ha facilitado este mal uso. La taxonomía limitará este problema, aunque algunos expertos señalan que es difícil que lo elimine completamente.
Bonos 'verdes', sociales y sostenibles. Se denomina verde a aquel bono en el que la financiación captada se destina a un proyecto que genera beneficios medioambientales. En ocasiones, el paraguas de verde se utiliza para referirse también a los bonos sociales -habituales entre los organismos públicos y destinados a sanidad, servicios sociales, empleo...- y los sostenibles, que vienen a ser una mezcla de los dos anteriores.
A día de hoy, para las compañías no es obligatorio que un certificador externo acredite que el proyecto financiado reúne las condiciones para llamarlo verde -o social, sostenible- aunque, en un 90% de los casos, recurren a uno. Pero pronto dejará de ser opcional: la normativa que prepara la Comisión obligará a que los bonos verdes cuenten con un verificador acreditado por la UE. En 2019, en España se emitió este tipo de deuda por 9.700 millones, un 50% más que el año anterior -y su cifra récord-.
Exclusión, best-in-class... Existen diversos enfoques dentro de la inversión responsable. De los filtros de exclusión ya hemos hablado; es la forma más simple de entrar en este universo y se limita a dejar fuera a quienes lo hacen mal en términos medioambientales, sociales o de gobernanza. Otra opción es aplicar filtros positivos: invertir en sectores o empresas que obtengan un mejor rendimiento ASG en comparación con sus homólogos. Es lo que se denomina best-in-class (el mejor de su clase). Otro enfoque, hacia el que están derivando la mayoría de las gestoras, es la llamada integración de la ASG: la inclusión explícita por parte de los gestores de inversión de los riesgos y oportunidades ASG en el análisis fundamental tradicional. También es posible realizar inversiones de impacto, que tienen un objetivo concreto y se dirigen a resolver problemas sociales o medioambientales; aquí se enmarcarían los bonos verdes. Un enfoque adicional es la inversión temática en cuestiones relacionadas con la sostenibilidad.