
En los últimos meses se ha hablado mucho de la futura Ley de Servicios de Atención a la Clientela. Una norma necesaria, sin duda: limitar tiempos de espera, garantizar la atención humana, asegurar que los consumidores reciban respuestas en plazos razonables. Sin embargo, la pregunta incómoda es otra: ¿de qué sirve reforzar la atención al cliente si todavía no somos capaces de saber quién está detrás de los servicios que contratamos?
La paradoja es evidente. Para abrir una cuenta en un banco cualquier ciudadano debe superar un riguroso proceso de KYC (Know Your Customer): presentar su DNI, justificar su actividad económica, acreditar ingresos, a veces hasta aportar pruebas de residencia. Los bancos lo hacen porque están obligados por normativa de prevención de blanqueo de capitales y financiación del terrorismo. Y tiene sentido. Pero ¿por qué no se exige un proceso similar cuando alguien contrata una línea de teléfono o un servicio de VoIP?
Hoy cualquiera puede adquirir un número virtual, asociarlo a pasarelas de pago y empezar a operar en internet. Así nacen muchos de los fraudes de suplantación que sufrimos: líneas para cobros fantasmas, empresas inexistentes que venden productos que nunca llegan, llamadas comerciales desde números imposibles de rastrear. El resultado es un sistema en el que el estafador puede desaparecer en segundos, dejando tras de sí a miles de afectados que nunca sabrán a quién reclamar.
Es cierto que, en paralelo, el cliente se ha ido desplazando del centro de la estrategia de las grandes compañías. La atención personalizada se degrada, la burocracia digital sustituye a la relación humana y cada vez es más difícil hablar con alguien que se responsabilice del problema. Pero esta pérdida de cercanía no debe hacernos olvidar una urgencia aún mayor: cerrar las grietas por donde se cuelan los fraudes masivos.
Lo mismo ocurre con ciertos servicios de pago opacos. Mientras al autónomo que trabaja honradamente se le exige presentar sus impuestos o justificar cada operación, en el mercado negro circulan tarjetas prepago adquiridas con criptomonedas sin trazabilidad suficiente. Es el contraste entre la economía regulada —cada vez más vigilada y burocratizada— y la economía de la estafa, que se beneficia de los agujeros regulatorios.
La consecuencia es doble: los ciudadanos estamos más desprotegidos frente al fraude, y al mismo tiempo se genera una desigualdad normativa. Al que cumple se le vigila en exceso; al que actúa en la sombra se le dejan puertas abiertas.
Por eso, más allá de discutir cuántos minutos debe tardar en responder un call center, convendría abrir un debate serio: ¿no es hora de extender el modelo KYC a otros sectores estratégicos, como las telecomunicaciones o los servicios digitales que permiten transacciones económicas?
Saber quién está al otro lado no es un capricho, es una necesidad de seguridad y confianza. Si exigimos responsabilidad al consumidor y al autónomo, también debemos exigirla al empresario que abre un canal de cobro, al administrador que lanza una plataforma online o al titular de una línea de teléfono desde la que se realizan operaciones económicas.
La atención al cliente importa, pero la identificación previa del cliente y del proveedor es aún más esencial. Solo con un sistema robusto de KYC transversal podremos aspirar a un mercado digital justo, seguro y libre de estafas masivas.
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