
El fin de la incertidumbre ante el Brexit tras la victoria de Boris Johnson en las elecciones británicas y el atemperamiento de las amenazas comerciales entre Estados Unidos y China ha recibido ya respuesta de los mercados. La semana ha puesto el broche de oro a un ejercicio bursátil espléndido, en el que a falta de diez sesiones la bolsa europea va camino de firmar su mejor curso de las dos últimas décadas, y en el caso de Wall Street, desde 2013.
Los avances de las dos últimas sesiones en las que se han resuelto los principales temas que han movido al mercado en el último año han llevado a las bolsas a arrojar ganancias anuales que superan el 26 por ciento en el caso del S&P 500, del 24 por ciento en el EuroStoxx 50 y del 12 por ciento en el Ibex.
No obstante, la reacción de los inversores a los acontecimientos políticos y comerciales del viernes fue dispar a ambos lados del Atlántico. Mientras que en Europa los indicadores bursátiles saldaron la sesión con alzas cercanas al 1 por ciento, y el selectivo británico y el Ibex 35 cerraron el viernes como los índices más alcistas en respueta a la victoria de los tories, los principales indicadores de Wall Street no se inmutaron ante el acuerdo comercial, y con datos a media sesión, cotizaban planos en la zona de máximos históricos que alcanzaron en la sesión del jueves.
La siguiente gran incógnita del Brexit
En cualquier caso, la gran incógnita de la incontestable mayoría absoluta obtenida por Boris Johnson es qué estrategia se presentará a la nueva fase de la negociación con la Unión Europea que se abrirá el 31 de enero, cuando Reino Unido formalice una salida que, a efectos prácticos, será meramente técnica.
El primer ministro británico había desplegado ya varias caras ante Bruselas, desde la del dirigente que prometía abandonar sin acuerdo, al eterno optimista, el rudo euroescéptico o, finalmente, el pragmatista que acabaría cediendo a la inevitabilidad de asumir compromisos.
La eliminación de las trabas en casa abre un valioso espacio de oportunidad para el premier, puesto que la hegemonía que se ha ganado con su arriesgada apuesta electoral significa que ya no tiene nada que demostrar. En la frenética cuenta atrás al 31 de octubre, estaba obligado a contentar a los eurófobos que habían hecho la vida imposible a Theresa May -con la inestimable ayuda de su sucesor en el Número 10- e, incluso, a los unionistas norirlandeses de quienes dependía para gobernar.
Libre de las imposiciones de ambos, la amenaza ha quedado neutralizada y Johnson cuenta con una privilegiada flexibilidad que prácticamente excluye la posibilidad de que Reino Unido abandone el bloque sin acuerdo a final de la transición que concluye el 31 de diciembre de 2020. Aunque los conservadores llevaban en el programa electoral el compromiso de no ampliar las conversaciones, es extremadamente difícil que un mandatario con poder absoluto se lance a tal ejercicio de automutilación, cuando nada le impide hablar para cerrar un acuerdo comercial.
Su reticencia se basa en el riesgo de vasallaje, puesto que durante el denominado período de implementación, los cambios serán meramente técnicos, puesto que, a todos los efectos, implica cumplir con las normas de la UE, incluyendo la libre circulación e, inevitablemente, las contribuciones financieras, pese a perder voz y voto sobre la definición de las mismas. Sin embargo, la flexibilidad que Johnson se ha llevado como premio por el arriesgado órdago electoral le entrega un comodín universal, que, esencialmente, descarta el peligro de una ruptura sin red a final de 2020.
Una estrategia política
El líder conservador no es un teórico del Brexit. En un principio, lo había apoyado más como movimiento estratégico para reforzar sus ambiciones sucesorias que por un anhelo vital de cortar lazos con el continente. A diferencia de corrientes que cohabitan en el Partido Conservador, como el correoso ERG, el Grupo de Investigación Europea que sintetiza la eurofobia de la derecha británica, el premier prima el rédito político por encima de las esencias ideológicas, por lo que resulta más que factible que, confrontado con un impacto económico que afectaría a bolsillos de votantes, el pragmatismo venza en su escala de valores.
De ahí el gran cambio que han provocado estas generales: la incuestionable legitimidad para continuar en Downing Street los próximos cinco años ha sido otorgada, en gran parte, por el apoyo de las clases trabajadoras del norte y del interior de Inglaterra, que han abandonado en masa la tibieza del Laborismo con el Brexit y se han entregado por primera vez a las siglas que les habían prometido materializarlo. La reacción de Johnson ante los resultados, en la que reconoció la necesidad de reflejar al nuevo electorado, sugiere que comprende las repercusiones de la reescritura de los lindes partidarios, una admisión tácita de la obligación moral de evitar que, cuando comience de verdad, la travesía en solitario se olvide de quienes en 2019 habían apuntalado su mandato.
Johnson es un experto en adaptar el mensaje a las circunstancias y si bien durante un tiempo la dureza de divorcio representaba la táctica más conveniente, cuando su objetivo fundamental como primer ministro sea la obtención de un provechoso acuerdo comercial con su socio de referencia, es de esperar que el dirigente pragmático reemplace al alentador de las masas.
Como consecuencia, si su instinto inicial aspiraba a divergir del marco regulatorio comunitario, la comodidad que se ha ganado en el Número 10 podría alterar la percepción, ya que no precisa convencer al núcleo duro de su partido, ni saciar sedes soberanistas. No en vano, la hegemonía obtenida este jueves no altera la ecuación que Reino Unido tiene pendiente desde el arranque formal de las conversaciones de divorcio: cuánto está dispuesto a separarse del armazón regulatorio de sus todavía socios, a cambio de restricciones de acceso a un mercado comunitario que, junto a EEUU y China, forma parte del tríptico de los bloques comerciales dominantes en la actualidad.
Su significativa claudicación en octubre, cuando había aceptado una frontera aduanera de facto en el mar de Irlanda, evidencia el alcance de la flexibilidad de Johnson. La condición que May consideraba "inaceptable" para cualquier primer ministro británico se convirtió, de repente, en digerible para su sucesor, quien acabaría renunciando también a "morir en una cuneta" y aceptando una tercera demora el 31 de octubre. Su historial recoge indicios de que la tendencia continuará, cuando cuenta con un poder que ningún tory había ostentado desde Margaret Thatcher.
El primer ministro reiterará durante los primeros meses de legislatura que es posible cerrar la nueva relación en el plazo establecido. El poder absoluto que disfruta Boris Johnson en su partido hace innecesario embarcarse en maniobras temerarias.