
Es esta una nueva pregunta que surge ante el discurso, esta misma semana, del nuevo presidente de EEUU ante la cámara del Congreso de aquel país. Esta vez, y en contra de lo que el polémico magnate nos tiene acostumbrados, Donald Trump ha estado contenido en su discurso. Cierto que ha utilizado todavía palabras recurrentes como: terremoto o rebelión; sin embargo, el tono ha sido más propio de un presidente, que el de un elemento intrusivo y disruptivo en el tablero político.
Por primera vez, Trump ha aparecido ante alguno de sus votantes y especialmente ante los miembro del Partido Republicano más domesticado, más predecible. Fórmulas tradicionales políticamente correctas con un discurso más escorado al establishment que propio de un outsider.
Si por nuevo entendemos una moderación en lenguaje, quizá estemos ante un nuevo Trump. Habrá que seguirle por Twiter, su canal de comunicación preferido, para constatarlo. Sin embargo, si entramos en el fondo de su discurso hay que confirmar que Trump sigue siendo el mismo. En la comparecencia en el Congreso ha vuelto a repetir, dulcificando su discurso, sus tres premisas básicas programáticas: proteccionismo a ultranza de todo lo estadounidense, un programa fiscal keynesiano altamente expansivo del déficit público y revocación de la reforma sanitaria de Obama. Desde luego en el contenido de sus palabras no se ve un nuevo Trump, su eje y sus pilares no se han movido ni un ápice. Si me permiten asemejar, quien dio el discurso en el congreso fue el presidente de EEUU; algunos no le conocían pues no llevaba su sempiterna corbata roja, pero el de la corbata azul era Trump. Lo único que ocurrió es que cambió su corbata, nada más.
Las bolsas, y tal y como hicieran nada más conocer la victoria del magnate, parecen muy tranquilas con él. Bueno, más que tranquilas el adjetivo sería que están encantadas. No solo los mercados de valores americanos, sino que ese optimismo parece incluso trasladarse a Europa donde el Ibex tocó los 10.000 puntos. Que están encantados nos lo ratifica el índice más popular de Wall Street, el Dow Jones, con un subida de alrededor del 15 por ciento desde su victoria contra Hillary Clinton.
Sin embargo, para analizar en toda su complejidad el programa de Trump y sus consecuencias no deberíamos centrarnos, al menos exclusivamente, en los índices bursátiles. Los analistas financieros y los inversores objetivizan su análisis en los resultados, en el beneficio. Evidentemente estoy con ellos pues en dos o tres años, el proteccionismo y la expansión presupuestaria trumpista impulsará los beneficios, dando sustento a las actuales alzas bursátiles. Sin embargo, a más largo plazo y con una mayor subjetividad, algo que mejor muestra el análisis macroeconómico que el bursátil, la situación es diferente.
El proteccionismo y la endogamia económica llevan a un futuro mucho más negro. El aislamiento en una economía como la americana altamente internacionalizada, con una balanza comercial tremendamente deficitaria, acarrea fuertes inflaciones. Los americanos compran a otros países artículos en los que ellos no son eficientes. No producen con la productividad demandada por los consumidores. Si lo prefieren, los precios de los productos americanos no son competitivos. Por tanto, esa inflación, así como la distrofia de la industria americana, puede ser muchísimo mayor por el encarecimiento de la mano de obra.
Pero el problema económico puede complicarse aún más. El detonante que agrava esa situación lo encontramos en las cuentas públicas. De llevarse a cabo el programa keynesiano de Trump, inversión en infraestructura y rebaja fiscal, el déficit aumentaría. Ese incremento del déficit no parece que se lo pueda permitir una economía que exhibe una ratio de deuda pública sobre PIB, atendiendo a los datos de 2015, del 105 por ciento.
Trump necesita imperiosamente que el Partido republicano le apoye con sus votos, un partido que tendrá que comulgar con la trágala de elevar el gasto público y aumentar la deuda. Ciertamente que la supresión de la reforma médica de Obama dulcifica, pero no elimina, el coste fiscal del programa económico del presidente. A Trump le ocurre lo mismo que a su muro, sabe que su construcción vale al menos 20.000 millones de dólares, que solo dispone en este momento de 20 millones y que dada la situación comatosa de las finanzas gubernamentales no puede pagarlo. De ahí que busque que sea México quien abone su construcción.
Desengañémonos, Trump es Trump. No va a cambiar para nada sus dogmas programáticos, pero sabe que necesita los votos. Trump no está dirigiendo una empresa. Ahora tiene entre manos la gestión de un país. Es una persona inteligente y comienza a darse cuenta de que sin el engranaje político, incluso de su mismo partido, no podrá realizar sus promesas. Por eso, como muchos venimos defendiendo, no debemos olvidar que EEUU es la democracia activa más vieja del planeta. Trump es un elemento, insisto, disruptivo que las urnas americanas han votado contra el añejo establishment que encarnaba Hillary y la familia Clinton. Pero aquel país tiene leyes y tribunales. Lo han demostrado con el tema de frenar inmediatamente la prohibición de entrada de personas procedentes de algunos países ó en el caso incipiente aún del espionaje ruso.
Trump no lleva noventa días en el poder y sin embargo no creo que haya habido, en la época cercana, ningún presidente más maltratado que él.