
Es opinión extendida que una de las ventajas de las inyecciones masivas de liquidez por parte de un banco central es que favorece la devaluación de la moneda, considerada como factor positivo, animador, de la economía y su crecimiento. Y digo devaluación, no depreciación, porque aunque hoy en día la mayor parte de los sistemas de cambio se consideran flexibles, el anterior vendría a ser un movimiento o efecto buscado expresamente por las autoridades y gobiernos.
En verdad, el estricto manejo y determinación del tipo de cambio de una moneda por parte de la autoridad, sea cual sea, ha resultado muy difícil cuando no contradictorio con otros objetivos o medidas de política monetaria y, por tanto, las devaluaciones en sistemas de cambios fijos, se han mostrado a lo largo de la historia claramente muy dañinas.
En España tenemos larga experiencia con la peseta y, en su historia más reciente (1955-1995), las devaluaciones apellidadas "competitivas" únicamente sirvieron para reajustar momentáneamente nuestros desequilibrios estructurales y escasa competitividad sin que los Gobiernos tuviesen que realizar reformas profundas. De hecho, la devaluación que realmente tuvo un cierto éxito y más duradero fue la que vino acompañada por reformas profundas obligadas en nuestro sistema productivo y de apertura al exterior: me refiero a la incluida en el Plan de Estabilización de 1959.
Las políticas de Quantitative Easing han vuelto a poner en el tablero internacional cierta preocupación por esas devaluaciones competitivas, tan del uso y gusto de los países asiáticos, hasta el punto que, en su reunión del 27 de mayo, el G-7 se comprometía específicamente a mantener un tipo de cambio basado en el mercado y evitar tales devaluaciones de sus monedas, pese a los QE aplicados en esos países.
El argumento tradicional en favor de la depreciación reside en que, al disminuir el valor de una moneda respecto de las demás, se abarata automáticamente el precio de todas las mercancías internas de un país expresadas en dicha moneda para el resto de compradores internacionales, lo que incentiva, casi de forma inmediata, las exportaciones del país y encarece sus importaciones.
No suele expresarse, pero detrás de tal alabanza virtuosa de las devaluaciones se encuentra la vieja idea mercantilista o arbitrista de que exportar es bueno e importar malo; exportar proporciona trabajo interno, a los del país, mientras que importar se lo da a los de fuera. Nada más lejos de la verdad. Importar es, siempre y en todo momento, tan necesario a la producción y empleo internos como exportar y buscar mercados fuera. ¡Ni les digo cuán más es esto cierto en fases de enorme internacionalización o globalización de todas las economías!
En realidad, los resultados de una depreciación o devaluación de la moneda son enormemente complejos; afectan a muy diversas variables, empezando por multitud de activos reales y financieros de todo tipo, así como a sus tasas de rendimiento (es por ello que los Gobiernos las utilizan a menudo para rebajar sus deudas e intereses de la misma); y no siempre operan en la dirección supuesta, pues dependen de las circunstancias o factores en que se produce la depreciación o las condiciones en que se decide la política monetaria conducente a la misma.
Teoría y experiencia indican algunos de sus efectos negativos. Como disminución que es del valor o poder adquisitivo de una moneda, la devaluación resulta siempre en, si no es que proviene de, una inflación. Al principio puede no percibirse tal alteración de los precios internos en el país que devalúa pero, antes o después, y ante las dificultades y encarecimiento de los procesos productivos por el encarecimiento de productos externos (también del ahorro y los proyectos de inversión), termina afectando, distorsionando y alterando, primero, el sistema de información y las decisiones a través de los precios relativos y, finalmente, perturbando el nivel general de precios de forma continuada. Por ende, suele tener el resultado opuesto al usualmente considerado sobre la balanza de pagos.
Entre esos precios está el tipo de interés, que también tiende a elevarse entre otras razones porque los propietarios de activos en esa moneda y los ahorradores tienden a protegerse de las pérdidas de valor exigiendo mayores rendimientos y porque tal elevación de tipos suele ser la respuesta que el banco central ofrece para evitar la inflación referida.
Además, otro resultado es que camufla, posterga, elude o frena cualquier reforma estructural y profunda que la economía precisa para mejorar su productividad, su eficiencia, su atraso y sus costes. Reformas que suelen ser muy impopulares, pero ineludibles para crecer y progresar.
Finalmente, no se obvie la posibilidad y capacidad que otros países o bancos centrales tienen para responder o defenderse de la depreciación de otra u otras monedas, anulándola. Por tanto, y dados los complejos monstruos que una devaluación desata, procúrese no utilizarla como argumento en favor del crecimiento económico.